De 'La jungla' de Calais a las Olimpiadas

El Mundo, CARLOS FRESNEDA LONDRES CORRESPONSAL, 09-03-2016

Doce años tenía Gulwali Passarlay cuando su madre pagó a los «traficantes» 8.000 dólares para sacarle de Afganistán junto a su hermano Hazrat. «¡Tenéis que iros!», les dijo. Su padre había muerto a manos del ejército norteamericano en la provincia de Nangarhar y los talibán presionaban a la familia para reclutar a los dos niños como mártires suicidas. «Estamos trabajando en un plan para que podáis escapar».

El «plan» consistía vagamente en llevarlos hasta Europa. Gulwali no sospechaba la dolorosa separación de su hermano a los pocos días, el confinamiento en una prisión de Irán, las torturas a manos de la policía en Turquía, el salto de un tren en marcha en Bulgaria o el rescate en un bote con cien personas, en plena tormenta y en el mar Egeo, donde estuvo a punto de morir ahogado.

Tampoco imaginaba la miseria y la desesperación en el campamento «infrahumano» de Calais, ni su llegada final al Reino Unido camuflado en un camión cargado de plátanos, ni las ganas de quitarse la vida cuando no se creían que tuviera 13 años, ni que venía huyendo de la guerra que no cesa en Afganistán.

Fueron en total 20.000 kilómetros, 12 meses de travesía, 25 «traficantes» de humanos que le trataron a veces de una manera «brutal» pero que al final le salvaron la vida… «Porque la gente está tan desesperada que está dispuesta a pagar lo poco que tiene por escapar. Si hubiera otra manera de salir, si Europa aceptara más refugiados, no necesitarían pagar a los contrabandistas. Y si Europa intentara de verdad encontrar una solución diplomática y pacífica, y poner fin a todas estas guerras, eso también ayudaría».

Veintiún años tiene ahora Gulwali Passarlay, que ha narrado su odisea en un libro –The lightless sky– que remueve las conciencias de los británicos. El cielo sin luz se abrió finalmente para el refugiado afgano, portador de la antorcha olímpica en 2012, en un gesto que para él supuso la aceptación final en su país adoptivo.

Ahora estudia Políticas en la Universidad de Manchester, y su sueño es regresar algún día a Afganistán, marcar la diferencia y reencontrarse con su madre. «Hace 10 años que no la veo y es duro estar lejos de los tuyos. La última vez que hablé con ella me insistió con firmeza: «El sacrificio mereció la pena… Todos tenemos un propósito en la vida. No te rindas y trabaja duro en la Universidad».

Con su aspecto de estudiante encorbatado, Gulwali Passarlay podría pasar a simple vista por un privilegiado hijo de inmigrantes en una renombrada universidad británica. Pero lo sufrido va por dentro, y le basta con abrir el periódico todos los días, y ver el brutal desalojo de La Jungla de Calais, para revivir su traumática experiencia…

«Tengo pesadillas. No puedo escapar. Su dolor es mi dolor. Todos podemos hacer algo por ayudar, pero decidimos no actuar de un modo responsable o razonable. La gente sigue muriendo por nuestra falta de acción y por la falta de voluntad política. La situación en Calais es aún peor que cuando yo estuve allí hace nueve años. El trato que reciben los refugiados es inhumano».

Ahora que ve la situación desde el otro lado, le preguntamos a Gulwali qué podría hacer realmente Europa para paliar la situación y contener la marea humana. «Las guerras agravan la situación, y lo que estamos viendo ahora arrancó realmente con los conflictos de Afganistán e Irak, aunque el detonante ha sido la guerra de Siria. Occidente tiene que aceptar su responsabilidad en lo que está ocurriendo».

«Y la Unión Europea debería admitir un sistema de cuotas. Los refugiados no afrontan un viaje tan peligroso para quedarse en el primer país de llegada. En Grecia tendría que haber varios centros de procesamiento para distribuir a los refugiados de una manera justa en países de la UE o incluso en terceros países. Aunque si no somos capaces de mostrar compasión, ni de prestar ayuda humanitaria, nuestro primer deber sería dejar de participa en las guerras en Oriente Próximo y hacer lo posible por acabar los conflictos. Los refugiados están pagando un precio muy duro por los intereses geopolíticos de otros».

Pero el Reino Unido no quiere ni oir hablar de cuotas y algunos medios acusan incluso estos días a Francia de hacer chantaje con la situación explosiva de Calais. «El Gobierno británico debería hacer más y mostrar liderazgo y voluntad para acabar esta crisis», asegura Gulwali. «Al fin y al cabo, en Calais estamos hablando de 3.500 personas, muchos de ellos niños, viviendo en un situación que atenta contra la dignidad y los derechos humanos. Esa gente ha sufrido ya mucho huyendo de la opresión, la injusticia y las guerras, y necesitan nuestra hospitalidad y nuestra comprensión».

Al estudiante afgano le preocupa especialmente la situación de los niños refugiados. Según la Europol, al menos 10.000 menores han podido caer en las manos de las mafias de «tráfico humano». Decenas de miles han sido abandonados y están desprotegidos en los campamentos diseminados por Europa…

«Creo que hay una estrategia sistemática para ignorar las necesidades de los niños en esta crisis», asegura. «Cuando yo llegué al Reino Unido, sin haber comido ni dormido durante tres días, el empeño de las autoridades era negar mi edad. Como no me calificaron como un menor, no pude ir a un orfanato, ni asistir de entrada a la escuela, y me obligaron a vivir entre adultos, como en mi travesía. Todo esto tiene que cambiar. Debería haber una campaña nacional para que la gente se ofreciera a dar cobijo a niños refugiados. Los británicos están deseando ayudar, pero hay muchas barreras».

Su libro, El cielo sin luz, arranca con la visión del «ahogado», durante la travesía en bote desde Izmir hasta las costas griegas, donde vio más cerca que nunca el final. Musulmán «devoto», considera que la plegaria y su «lucha» personal (más la ayuda de los buenos samaritanos que se cruzaron en su camino, sobre todo en Italia) lo llevaron hasta la meta final en su país adoptivo, el mismo que le puso la antorcha olímpica en la mano a los seis años de su llegada.

«Mi viaje casi me mata y sin duda ha dejado huellas físicas, mentales y emocionales que llevaré toda mi vida. Mi infancia fue un juego brutal de supervivencia y no dejo de pensar en todos los que emprenden cada día el mismo y peligroso camino. Ojalá la gente en Europa entienda que nuestro deber moral es tratar a los que huyen de los conflictos con dignidad y respeto. No perdamos nunca nuestra humanidad».

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