La difícil entrada de los refugiados en Suecia
La Vanguardia, , 05-03-2016Malmö despierta gris. El puente de Orensund se afila en la niebla y la educada policía sueca controla a los que entran. A suecos, sirios, daneses, iraquíes, alemanes o afganos. A todos desde que el sistema colgó el cartel
de
completo.
Worud, siria, es de las afortunadas. Se coló a finales de noviembre y el sistema la transportó hasta Kladesholmen, un pueblo pesquero al norte de Gotemburgo. “Cuando el autobús se detuvo, recé para que fuera mi parada, para quedarme aquí”, comenta mientras hablamos de Alepo, de su hijo Mohamed, del mar y de su familia que está en camino. “Mis padres, mi marido y dos hermanas viajan por Turquía. Les espero”.
Me mira. Silencio. El Gobierno sueco ha presentado a trámite una ley para endurecer el reagrupamiento
familiar y las residencias indefinidas. El sistema se observa en el espejo y empieza a no reconocerse.
En Kladesholmen hay cisnes, frío, embarcaderos y casitas blancas, aburrimiento y más frío, arenques, marcha nórdica y una escuela llamada Vatenndroppen (gotas de agua, en sueco) regentada por un compasivo grupo de voluntarios locales.
Worud rezó para que su hijo y ella pudieran pasar su primera noche en este remoto pueblo sueco. Han pasado más de sesenta noches y las clases de sueco, el gimnasio, los paseos hasta el mar y las tardes de agujas y ovillos no llenan su vida.
“No quiero ayuda de ninguna agencia de inmigración. Necesito trabajar”, sentencia, intuyendo que le va a ser imprescindible demostrar que podrá mantener a su familia si quiere reagruparla.
Resortlaya del Este, en Halmstad. Un hombre en chanclas camina el largo de un campo de fútbol, deshace sus pasos y vuelve a caminarlos como un animal institucionalizado en su jaula. Dos mujeres descargan un sofá de dudoso gusto y un niño estampa su camión de juguete contra la pared sin ventanas de una de las casas de madera. Final de camino para el éxodo. Los mundos chocan en los campings y hoteles suecos. El orden y la calefacción escandinava sustituyen al caos. Pero la seguridad y el relajamiento no logran doblegar la tristeza.
La Migrationsverket subvenciona la acogida. Linda Halla Andreasson y Tony Christer Andreasson, propietarios del hotel Arena, vieron un buen negocio entre tanta tristeza. En el 2013 decidieron no hospedar a nadie que no arrastrara consigo una petición de asilo. Desde entonces sus beneficios ascienden a más de 14 millones de coronas suecas, casi un millón y medio de euros. Tal vez no sea el mejor ejemplo, pero si uno de los más negros en la blanca Suecia. Unos 500 refugiados esperan noticias sobre sus solicitudes de asilo hacinados en este hotel de autopista, sin seguridad nocturna, con tres comidas justas al día y sin derecho a protestar bajo amenaza de que les corten el cable de su televisor.
Los Andreasson son imitadores baratos, porque el rey de la acogida sueca es Bert Karlsson, con mejores instalaciones y mejor sonrisa. Karlsson ha facturado más de 170 millones de coronas (18 millones de euros) sólo en el 2015. “No me importa si recibo dos o veinte millones, yo quiero conseguir doscientos millones”, afirmaba hace unos meses en una charla con la oenegé Skolidrottsforbundet. Como buen businessman, sabe que si trata bien a sus nuevos clientes en unos años serán éstos los que pagarán a precio de mercado los alquileres en sus miles de apartamentos.
Última parada, tristeza. Más tristeza. De 1930 a 1989, Restad Gard, en Vänersborg, fue el hospital y psiquiátrico más grande de Suecia. Hoy es el centro más grande de acogida de refugiados. Un éxodo con más sonrisas en el camino que en el destino. Dos años viviendo en un antiguo hospital psiquiátrico son suficientes para desconfiar de los paraísos. La tristeza camina por los pasillos y duchas comunitarias. En 700 habitaciones se hospedan 1.500 historias. Los buzones donde la Migrationsverket desliza la carta que informa si eres o no apto para residir en el sistema ya no se abren. Las llaves se pierden a medida que el éxodo rota en el antiguo psiquiátrico y son sustituidas por ramas de árbol que se comparten para poder sacar la carta del buzón.
Dos años viviendo en la posguerra son suficientes para añorar la guerra. El éxodo se siente olvidado y utilizado.
–La prensa sólo viene cuando hay peleas –me reta Yusef al presentarme como periodista. Sólo quiero estar presente en los rezos del viernes.
–Parece que el interés de la buena prensa se acaba en las costas de Lesbos, ¿no? –intento empatizar.
–¿No habría peleas si vivieran aquí dos mil suecos durante dos años? –me sigue buscando mientras extiende alfombras sobre el parquet del gimnasio del antiguo hospital–. Hoy van a rezar unos 200 huéspedes del sistema.
–¿Qué tal los suecos? Good? –pregunto a este médico ortopédico de Homs (Siria), que espera asilo desde finales del 2013.
–¿Los suecos? Los respeto y voy a intentar respetarlos.
(Puede haber caducado)