Un 'Tea Party' para los euroescépticos

El Mundo, PABLO R. SUANZES BRUSELAS CORRESPONSAL CARLOS FRESNEDA LONDRES CORRESPONSAL , 19-02-2016

«Todos tendrán su dosis de drama y luego llegaremos a un acuerdo». Lo explicó con ironía la presidenta lituana, Dalia Grybauskaité, a su llegada a Bruselas, sintetizando perfectamente el guión de una obra que lleva meses escrita. Y lo refrendaron, uno por uno, todos los diplomáticos, asesores y funcionarios europeos que se dejaron ver por el Consejo Europeo.

David Cameron no quiere que Reino Unido deje la UE. El resto de países, pese a estar cada vez más irritados con ese afán por el excepcionalismo británico, tampoco quieren su salida. Y todos entendieron hace mucho que la huida hacia adelante del premier sólo podía terminar en acuerdo. Las negociaciones, que han sido largas y técnicas, son piezas esenciales, pero pocos han pensado de verdad en algún momento que no fueran a terminar sin entenderse.

Los problemas son dos y no son pequeños. Por un lado, los detalles, que importan y mucho. Por otro, cómo vender la historia. «Cameron ha dividido todo lo que ha tocado en su carrera política. Su partido, su país con el referéndum escocés y ahora la UE», señalaba, rabiosa, una fuente europea en la víspera, sin ocultar su satisfacción por los enormes problemas del líder tory en casa. «El acuerdo es posible porque es necesario», admitía anoche el presidente francés, François Hollande, matizando inmediatamente que lo habrá siempre que sea justo y se respeten las líneas básicas que vertebran la Unión. «Debemos seguir el principio de avanzar, no de frenar a Europa».

«Tenemos trabajo importante que hacer hoy y mañana y va a ser duro. Estoy luchando por Reino Unido. Si podemos lograr un buen acuerdo, lo aceptaré. Pero no firmaré un acuerdo que no satisfaga lo que necesitamos. Es mucho más importante hacerlo bien que hacerlo deprisa», rebajó algo el tono Cameron, como parte del teatro previo a cada encuentro de alto nivel.

La Cumbre de ayer, que con suerte concluirá a lo largo del día de hoy, es atípica en casi todo. En el objetivo (evitar la primera salida de un país en la Historia de la integración), en las formas (será un acuerdo intergubernamental y no del Consejo Europeo para evitar modificar los tratados) y hasta en la agenda, puesto que el tema británico se partió en dos sesiones, en vez de intentar un maratón continuo, como ocurrió durante las crisis de la Eurozona.

En la tarde del jueves los líderes se reunieron en la capital comunitaria. Por un lado, el premier se reunió de forma bilateral con el equipo de Donald Tusk para preparar la agenda de la reunión de ayer y de hoy y tratar de perfilar los detalles del documento que esa misma mañana, con 12 horas de retraso, el presidente del Consejo había distribuido entre las embajadas de los 28 Estados Miembros. Y acordaron volver a verse las caras en privado por la noche, después de la cena, para evaluar el avance durante la primera jornada.

Casi de forma simultánea, Angela Merkel y Hollande hacían lo mismo apenas a unos cientos de metros de distancia, coordinando la posición del núcleo duro comunitario. Al borde de las 18.00, los líderes escucharon un discurso reprobador del presidente de la Eurocámara, Martin Schulz, y se lanzaron de lleno a una ronda de conversaciones. Una intervención corta, de cinco minutos cada uno. Una primera toma de contacto para que cada parte dejara claras sus dudas, sus quejas, sus reclamaciones y sus líneas rojas.

Un trámite para algunos países y una oportunidad para los más críticos de asentar su posición. En las semanas previas a una reunión del Consejo Europeo, los embajadores de todos los países y/o los llamados sherpas, los negociadores directos, trabajan en un borrador de documento que pueda satisfacer a todas las partes.

Es una tarea ardua, delicada, casi hermenéutica. Reino Unido, por ejemplo, presionó lo indecible para que se usará la expresión «destination» y no «destiny» en el primer borrador para hablar del «destino» porque la primera hace más referencia a algo concreto, y la segunda podría interpretarse como que el único destino posible de Reino Unido es y será dentro de la UE, algo que la flema británica no puede aceptar. El último borrador distribuido contenía todavía varios párrafos enteros entre corchetes, que es la forma que tienen los negociadores de dejar a los líderes la decisión final cuando no hay acuerdo.

En cuestiones como los detalles de la integración económica y los detalles de la futura unión bancaria, por ejemplo, es probable que desaparezcan frases enteras que muchos países no quieren aceptar, y se deje un compromiso vago de que Reino Unido tendrá cierta flexibilidad, al no ser miembro del euro. Pero no un estatus especial para las entidades financieras (por ejemplo, diferentes requisitos de capital) de las islas.

Otro párrafo marcado es el que hace referencia a la «situación específica británica» y su «no compromiso a una futura profundización de la integración europea», una idea que las capitales respetan pero que no quieren dejar por escrito, tal cual, en un documento vinculante e irreversible, puesto que sólo puede ser adoptado y cambiado por unanimidad. Y si ahora se firma, haría falta el consenso británico para modificarlo en el futuro, algo difícil de imaginar.

Y desde luego está el tema más delicado, el de la indexación de las prestaciones sociales de los menores de edad. Reino Unido quiere, en el caso de los niños de padres comunitarios que tengan acceso a ciertas prestaciones que haya un límite si el menor no reside en Reino Unido. Por ejemplo, que se rebaje la cuantía en determinada proporción en función de la renta per cápita y el coste de la vida en su lugar de residencia. Pero a diferencia del caso de las prestaciones laborales de los trabajadores, no quiere que sea sólo para los que lleguen al país a partir de ahora, sino a todos los que se benefician. Un coste de poco más de 30 millones de libras al año, según las cifras que maneja el Consejo.

Cameron salió fuerte en su primera intervención. Explicó que quiere que eso sea efectivo de inmediato, y se llevó en apenas una hora y medio el no de al menos ocho países, según las fuentes consultadas. Fue un intercambio «duro, con muy pocos avances y sin cambios en los temas que importante a los ciudadanos lo que hace prever una noche muy larga y tensa», según fuentes del Gobierno británico. Poco después de las 20.00 se dio por concluida la sesión y se fueron a la cena, donde el tema previsto era la situación de los refugiados y las fronteras.

Los sherpas tenían previsto seguir toda la noche si fuera necesario al cierre de esta edición para presentar un texto asumible para las 28 delegaciones, que por la mañana regresan a la sala. Y visto lo ocurrido en las primeras tomas de contacto, es probable que sea necesario. Nadie descartaba anoche una madrugada en vela de todo el mundo.

¡Es la guerra! Los euroescépticos andan a la gresca, y si no había bastante con dos campañas ( Vote leave y Leave.EU) aquí llega una tercera, con la ambición de ser la definitiva y bajo el nombre inequívoco de GO! (Grassroots out!). Las siglas suenan como a grito lanzado desde los Acantilados de Dover al cada vez más lejano continente: «¡Vete!».

La botadura oficial del nuevo acorazado antieuropeo está anunciada para hoy, tres semanas después de su preestreno en Kettering y tras el primer acto oficial en Manchester, que ha servido para equiparar el incipiente movimiento con el Tea party estadounidense. Sus impulsores se congregarán en las cercanías de Westminster para lanzar ruidosamente su campaña, sin esperar siquiera a que David Cameron se pronuncie oficialmente sobre las negociaciones con Bruselas.

En GO! se dan la mano los sospechosos habituales, del líder del Ukip Nigel Farage al conservador Peter Bone, pero la principal novedad está en una veterana diputada laborista, Kate Hoey, incitando a sus correligionarios a que repasen la historia y hagan examen de conciencia… «Nuestro partido se ha convertido en una fuerza extremamente antipatriótica. Los laboristas fuimos los primeros euroescépticos en los años 70 y nuestros argumentos cobran ahora más fuerza que nunca: la UE se ha convertido en un instrumento antidemocrático. Es hora de reclamar que nos devuelvan la soberanía perdida».

Nacida en Irlanda del Norte, hace 69 años, ex secretaria para el Deporte en el Gobierno de Tony Blair, Kate Hoey se dedicó al salto de altura antes de pasarse al fútbol como educadora física (trabajó para el Chelsea y el Arsenal) y acabar hace 27 años como diputada por Vauxhall. Se define a sí misma como «libertaria y euroescéptica», y presume de haber ido contra la corriente en su propio partido, como cuando defendió a capa y espada la controvertida caza del zorro.

«A los líderes de los grandes partidos se les hace la boca agua hablando de reformas, pero aún no hemos visto en qué consisten… Lo que necesitamos es recuperar el derecho a hacer nuestras propias leyes en nuestro Parlamento, el derecho al total control de nuestra economía y el derecho a decidir sobre todo lo que afecta a nuestro país, de la inmigración a la agricultura», arenga. Kate Hoey no tenía vocación de líder en esta campaña, eso dice. Pero desde su salida fulgurante de la campaña Vote Leave auspiciada por el multimillonario John Mills –tras denunciar la «lucha de intereses personales»– todos los reflectores la persiguen. La cabecilla de la insurrección de GO! contra el establishment libra a estas alturas un pulso con otra euroescépica mayor, Liz Bilney, al frente de la tercera campaña en litigio, Leave.EU.

Bilney tiene 39 años, es galesa y viene del mundo empresarial. Su incursión en la política, asegura, es tan sólo temporal: «Cuando creas una compañía, te enfrentas a la burocracia y a la legislación europea, y todo eso cuesta dinero. Por no hablar de las políticas de empleo: te pueden acusar de trato discriminatorio por intentar contratar a una persona con experiencia».

Lejos de reflectores, ha tejido una campaña en redes sociales que ha atraído a más de medio millón de seguidores. Otra de sus estrategias ha sido el reclutamiento de embajadores y la creación de 200 sucursales: «Queremos llegar a los agentes de fronteras, taxistas o aficionados a la pesca que no pueden dedicarse con libertad a su hobby por la política pesquera de la UE».

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