'El negocio de la xenofobia'

Público, Claire Rodier, 02-02-2016

En la primera edición del libro, El negocio de la xenofobia, cuando planteamos la pregunta acerca de la utilidad de los controles migratorios, postulábamos que la energía y los recursos consagrados a frenar la circulación de personas responden a objetivos diferentes del que se exhibe, el de ‘manejar los flujos’.

La historia y la experiencia muestran que esta gestión se inscribe en un proyecto engañoso: sin negar que las políticas que pretenden dominar esos flujos puedan tener efectos a corto plazo, estas no tienen, a largo plazo, más que un impacto marginal sobre los desplazamientos de población.

La crisis migratoria del año 2015 y, de manera más amplia, la evolución del contexto migratorio europeo en el transcurso de los quince primeros años del siglo XXI, lo prueban: a pesar de las medidas tomadas por los Estados de la Unión Europea para luchar contra la inmigración ilegal, según los datos que brinda la agencia Frontex, esta no habría dejado de aumentar al punto de alcanzar, a mediados del año 2015, un umbral que fue presentado como excepcional con más de 700.000 cruces ilegales de fronteras, es decir, tanto como el total registrado durante los cinco años anteriores. Al mismo tiempo, continuó desarrollándose el mercado de la seguridad migratoria y el de las economías oportunistas a las que el control de fronteras ofrece un nicho.

‘Fronteras inteligentes’… y costosas

Para cerrar herméticamente sus fronteras, la Unión Europea no escatima esfuerzos. Desde 2013, se dotó de ‘fronteras inteligentes’ (smart borders), que se basan en tres nuevos instrumentos: un sistema de entrada/salida (SES), un programa para viajeros registrados (PVR) y el dispositivo Eurosur. El primero apunta a controlar de una manera más eficaz la duración de la estadía de los viajeros gracias al registro electrónico de los cruces de fronteras, para permitir alertar rápidamente a las autoridades nacionales en caso de que se excedan las duraciones autorizadas. El segundo tiende a facilitar el acceso a los países europeos de los extranjeros que viajan allí con frecuencia, gracias a un sistema de reconocimiento individual automatizado que les permite entrar y salir del continente sin formalidades, en algunos pocos segundos. Por último, Eurosur, lanzado en diciembre de 2013, es una red de comunicación protegida entre países europeos que les permite compartir en tiempo real imágenes y datos sobre las fronteras externas de la Unión, especialmente en la zona del Mediterráneo, recolectadas por medio de varios instrumentos de vigilancia (satélites, helicópteros, drones, sistemas de notificación de buques, etc.) con el fin de intervenir rápidamente en caso de amenaza (por ejemplo, un movimiento de inmigrantes detectado cerca de las fronteras externas).

Es difícil evaluar el costo de funcionamiento de este dispositivo. Las estimaciones varían entre 338 millones de euros desde este año al 2020, según la Comisión Europea, y 874 millones de euros, según algunos expertos. En 2015, al ‘sistema de los sistemas’, como se lo llama, se le dio un empujoncito financiero de 9,3 millones de euros para permitirle estar plenamente operativo. La conmoción que suscitó la muerte por la muerte de 366 personas muy cerca de la isla de Lampedusa, el 3 de octubre de 2013, llevó a la comisaria europea de Asuntos Internos, Cecilia Malmström, a poner el acento en el rol que podría desempeñar Eurosur —concebido para “detectar y combatir la inmigración ilegal y la criminalidad transfronteriza”— en materia de rescate de vidas humanas. Un anuncio bien imprudente: en 2014, al año siguiente de su lanzamiento, se alcanzó la cifra (en ese entonces) récord de 3.500 personas muertas en migración en el Mediterráneo.

Aunque no sea eficaz para impedir los naufragios ni para cerrar las fronteras, Eurosur no resulta inútil para todos. La Organización Europea para la Seguridad (European Organization for Security, EOS), un grupo de presión que representa los intereses de unas cuarenta sociedades implicadas en la defensa y la seguridad, entre las que se encuentran EADS, Thalès, Safran-Morpho, Finmecanicca e Indra, firmas particularmente activas en el ámbito de la vigilancia de las fronteras, siguió de cerca el proceso de su puesta en marcha. En 2014, el responsable de EOS, vicepresidente del grupo español Indra, estimaba que el dispositivo Eurosur representaba un escenario óptimo para definir una hoja de ruta tecnológica europea que permitiera que los sectores público y privado trabajaran juntos en un modelo de gestión integrado de las fronteras, fundado en la interoperabilidad y en un programa de inversiones adecuadas (1). EOS reclama la creación de un mercado único de la seguridad con el objetivo de reforzar la reindustrialización de Europa. Y tiene posibilidades de ser escuchado: ya que si la industria de la seguridad explotó a nivel mundial, la porción que tienen las empresas europeas (25% del mercado) tiende a disminuir, y la Comisión Europea prevé que puede caer cinco puntos de aquí a 2020 si no se toman iniciativas para mejorar su competitividad.

Según el consorcio de periodistas The Migrants’ file, desde el comienzo de la década de 2000 la Unión Europea habría destinado 13.000 millones de euros a la lucha contra la inmigración ilegal. Si bien esos fondos no van todos a la industria de la vigilancia fronteriza, algunos se esfuerzan para que esta esté bien ubicada entre los beneficiarios. Entre los comités de expertos independientes de los que se rodea la Comisión Europea para que la ayuden a definir las orientaciones que debe tomar en el marco del programa “Horizonte 2020”, que agrupa los programas de investigación e innovación europeas, uno de ellos, el Grupo Consultivo para la Seguridad (Security Advisory Group), se especializa en las tecnologías de la seguridad. Junto a algunos investigadores, reúne a representantes de la industria como Airbus, Sagem, Finmeccanica e incluso Siemens. Sin sorpresas, se constata que las recomendaciones de ese grupo van en el sentido de un incremento de la seguridad en las fronteras de la Unión Europea. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando varias de las sociedades cuyos proyectos están apoyados financieramente por la Comisión Europea son miembros de ese grupo? Es el caso del grupo Airbus, implicado en el proyecto Perseus, que busca poner en red los sistemas de vigilancia en las fronteras marítimas existentes aportando innovaciones tales como la integración del segmento espacial como medio de detección.

Un regalo para los fabricantes de satélites… como, por ejemplo, Airbus, que pronto podrá poner sus capacidades al servicio de una sofisticación de los dispositivos de vigilancia de cuya necesidad habrá contribuido a convencer a las instancias europeas. Por lo tanto, además de los drones con los que ya están equipados varios países de la Unión, se puede esperar una fuerte introducción de los satélites en el arsenal europeo destinado a la lucha contra la inmigración ilegal. A pesar de los riesgos evidentes de conflicto de intereses, esta interacción entre los principales actores de la industria aeronáutica o armamentística y las instituciones europeas, en espacios en los que aquellos que definen los problemas luego son los encargados de resolverlos, es asumida por la Comisión Europea. Interrogada en 2013 acerca de este tema por la agencia IPS, su Dirección General de Empresa e Industria estimaba que esta alianza, enmarcada dentro de la reglamentación europea, es indispensable para transformar el análisis teórico de las necesidades de seguridad en funcionamiento práctico; además agregaba que la Unión tiene la obligación legal de sostener su industria. No todos comparten su opinión: dentro del Parlamento Europeo, se alzan voces para denunciar la opacidad en medio de la que se toman las decisiones en ese ámbito y, de esa manera, la connivencia que reina entre el mundo de la industria y algunos políticos.

¿Qué eficacia?

Por su parte, uno de los pocos asesores del Grupo Consultivo para la Seguridad que no pertenece al mundo de la industria, investigador del Instituto de Investigación para la Paz, de Oslo, señala que “aquellos que tienen más interés en que Europa esté mal protegida también son los que proveen los equipamientos de seguridad” (2). En efecto, vuelve la punzante cuestión de la relación costo-eficacia de las significativas inversiones que la Unión Europea concede a la investigación en el ámbito de la seguridad de sus fronteras, para material y dispositivos que luego serán comprados por los Estados miembros, o la agencia Frontex: poco tiempo después de la triplicación de su presupuesto, en el mes de mayo de 2015, ¿acaso esta última no anunció que, para hacer frente a la presión migratoria sobre las fronteras marítimas y ante la ausencia de apoyo suficiente de parte de los Estados miembros, debería recurrir a empresas privadas para garantizar la vigilancia aérea de esas zonas? A falta de mecanismo de evaluación ad hoc, es muy difícil apreciar esa relación.

El sistema entrada/salida, una de las dimensiones del programa ‘Fronteras inteligentes’, implica la recolección y el almacenamiento de datos tales como la fecha y el lugar de entrada, la dirección de un eventual contacto en la Unión Europea y datos biométricos (huellas digitales y una foto digital) para los entre 100 y 150 millones de visitantes que entran cada año en el espacio europeo, con el objetivo de detectar si permanecen allí ilegalmente. ¿Vale la pena semejante despliegue? Hay razones para ponerlo en duda, si se tiene en cuenta un estudio llevado a cabo en Estados Unidos en 2008, que muestra que el control biométrico a la entrada del país había permitido identificar a 1.300 visitantes indeseables por un monto de 1.500 millones de dólares; dicho de otra manera, un millón de dólares por persona…

En principio, el programa ‘Fronteras inteligentes’ es menos costoso: su puesta en marcha está evaluada en 450 millones de euros y su funcionamiento en 190 millones por año. Pero hay que recordar que las previsiones a veces son desmentidas por la realidad: la mejora del sistema de información Schengen (SIS II), que centraliza los datos utilizados por los funcionarios de aduana, los servicios de policía y las autoridades que expiden las visas de 26 Estados miembros de la Unión Europea, en particular las que conciernen a las personas buscadas y los extranjeros que no tienen derecho a cruzar las fronteras, es la prueba. Después de años de retraso, su costo, inicialmente estimado en 68 millones de euros, terminó costando ocho veces más al contribuyente europeo. En un duro informe de mayo de 2014, el Tribunal de Cuentas de la Unión Europea le recriminaba a la Comisión Europea, artífice de la mejora, no solamente su mala gestión, sino también “no haber procedido a una revisión del análisis de rentabilidad a fin de demostrar que el SIS II seguía siendo una prioridad que ofrecía una mejor rentabilidad que otras opciones”. En otros términos, el SIS no solamente es caro, también hay motivos para pensar que no es muy eficaz.

Pequeños y grandes beneficios de las fronteras y de su gestión

El lobby industrial de la seguridad no es el único sector que sabe sacar provecho de las políticas migratorias. Cada vez más, a las sociedades privadas se les confía, por ejemplo, la subcontratación de la expedición de visas, lo que los lleva a gestionar —y a facturar— las solicitudes de entrevistas, la toma de datos personales, huellas y fotos digitales necesarias para, tal vez, obtener la llave que permita atravesar legalmente la frontera del país deseado. O no: dado que la instrucción de los expedientes y la toma de decisiones siguen dependiendo del servicio consular de ese país y los prestatarios privados solo se ocupan de la administración.

En alrededor de diez años, algunas compañías se especializaron en ese mercado, que reduce los gastos de personal de las administraciones enriqueciendo a esos prestatarios. También se podría hablar de las compañías de seguros que intervienen en el lucrativo mundo del comercio marítimo, las que, mediante el pago de fuertes primas, protegen contra el “riesgo migratorio” a las empresas de transporte que son penalizadas con fuertes multas si conducen a inmigrantes, pasajeros clandestinos, a bordo de sus barcos.

Incluso se podría mencionar el caso de la empresa española ESF (European Security Fencing) que fabrica los alambrados erizados de cuchillas de las vallas que rodean los enclaves de Ceuta y Melilla. Objetada tanto por las ayudas financieras que habría recibido de parte de los poderes públicos como por el carácter calificado de “inhumano” de sus alambres de púa, con los que numerosos inmigrantes resultaron gravemente heridos, ESF se felicita de ser la única que produce ese tipo de cercado agresivo y lo exporta a más de veinte países: con ESF se habría provisto el gobierno húngaro para edificar, en 2015, un “muro anti inmigrantes” en su frontera con Serbia.

En este libro, se ha tratado ampliamente la cuestión de las compañías privadas a las que se les subcontrató la gestión de los centros de detención en los que se ubica a los migrantes en espera de expulsión. En marzo de 2014, una investigación realizada por la agencia IRIN registraba, a partir de casos estudiados en Australia, Reino Unido y Estados Unidos, los riesgos que genera esta subcontratación. Entre otros, pone en evidencia la falta de transparencia acerca de las modalidades de intervención de las sociedades prestatarias, la pérdida de control de las autoridades estatales sobre sus actividades, la falta de información sobre el costo real de la subcontratación, la situación cuasi monopólica de algunas multinacionales que, a escala mundial, se dividen el mercado de la detención, la connivencia entre sus dirigentes y ciertos responsables políticos y, por último, el proceso de criminalización de los inmigrantes promovido por la privatización (3).

En ciertos países de la Unión Europea en los que importantes llegadas de solicitantes de asilo obligaron a los poderes públicos a tomar disposiciones para su acogida, el mercado del alojamiento de urgencia de ese público vino a completar al de la detención. En Italia, donde el Estado destina 35 euros por persona alojada a las estructuras que administran los centros de acogida, toda clase de entidades se lanzaron a esta actividad que en ciertos casos puede resultar ser la gallina de los huevos de oro: cuanto más grandes son los centros y modestos los servicios brindados, más lucrativa es la empresa. El mayor centro de Italia, situado en Sicilia, con una capacidad de 2.000 lugares pero que puede alojar a 4.000 personas, permite que sus administradores acumulen ganancias que llegan hasta los 140.000 euros por día. En Suiza, una empresa privada, ORS Service AG (Organisation für Regie und Spezialaufträge), que alberga a 5.000 solicitantes de asilo en cincuenta centros y 500 departamentos, frecuentemente recibe críticas por las malas condiciones que se le infligen a las personas que tiene a cargo. En particular, está en tela de juicio la falta de formación de su personal y de efectivos, la que le permite ser muy competitiva en relación con las asociaciones que se ocupan tradicionalmente de los refugiados. Presente también en Austria, donde recibió los mismos reproches, ORS presentaba en 2014 un volumen de negocios de 85 millones de euros. En Suecia, en 2014, el principal empresario del alojamiento de solicitantes de asilo fue el ex líder de un partido populista convertido en productor de música, con un volumen de negocios de 25 millones de euros de los que contaba sacar entre el 6 y el 10% de ganancias. Acusado de ser un usurero, reconocía con facilidad que hay dinero para ganar en el sector de la acogida de los solicitantes de asilo, en el que, a falta de alojamientos disponibles, el gobierno está obligado a subcontratar.

El falso viraje de la crisis migratoria de 2015

Después de los terribles naufragios de inmigrantes y refugiados que enlutaron las costas italianas en el mes de abril de 2015 (cerca de 1.500 personas murieron ahogadas en algunos días intentando alcanzar las costas de Grecia y de Italia), la Unión Europea pareció descubrir las consecuencias desastrosas de su política de cierre de las fronteras. Mientras que, desde el principio de la crisis siria en 2011, numerosas voces –entre las cuales estaba la del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados– exhortaban a los Estados miembros a abrir vías legales de migración a los cientos de miles, luego los millones, de exiliados que huían de su país, la Unión se obstinó en tratarlos como “riesgo migratorio” y en cerrarles las puertas, obligándolos a tomar la peligrosa vía del Mediterráneo. Invitados por la Comisión Europea a adoptar medidas enérgicas para “poner fin a los dramas de la inmigración”, finalmente la mayoría de los países europeos se comprometieron, aunque no sin reticencias de parte de algunos, a recibir a algunas decenas de miles de personas entre las ya presentes en Europa. Pero ese gesto se negoció como contrapartida de un refuerzo de las medidas destinadas a disuadir a otros inmigrantes.

El detalle del paquete financiero excepcional que concedió la Unión Europea, en octubre de 2015, para “hacer frente a la crisis de los refugiados”, lo prueba. De los 801 millones de euros asignados a los gastos de 2015, la Unión destina 100 millones al fortalecimiento de la asistencia de urgencia a los Estados miembros más afectados por la recepción de inmigrantes (los que se encuentran situados en las fronteras externas, especialmente marítimas, de la Unión).

El resto está enteramente consagrado, por un lado, a la selección destinada a expulsar lo más rápido posible a los que no podrán acceder a una protección y, por otro, al alejamiento de los refugiados por medio del apoyo financiero a los países de primera acogida –aquellos que, como Turquía, El Líbano o Jordania, ya reciben a la parte principal de los exiliados provenientes de Siria–. A este paquete excepcional se agregan las sumas movilizadas por la Unión Europea para incitar a los países de tránsito de inmigrantes –Turquía, Serbia, Macedonia, pero también numerosos países africanos– a cooperar con su política migratoria, es decir, a “retener” a los candidatos a viajar a Europa. Esos fondos podrán destinarse a la creación, en esos países, de campamentos de tránsito, selección, expulsión o detención. Otras tantas inversiones que, combinadas con un refuerzo de la vigilancia de las fronteras, perpetuarán los riesgos de los migrantes y los beneficios de aquellos que se enriquecen gracias a los controles migratorios.

A menudo se designa a los “pasadores” y a las redes criminales como los principales responsables de los “dramas de la inmigración”. Para combatirlos, en el mes de junio de 2015, los jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea decidieron iniciar una operación militar en la parte sur del Mediterráneo central para “desmantelar el modelo económico de los traficantes”. Dicha operación permite que los Estados miembros intervengan en alta mar para inspeccionar los navíos sospechados de dedicarse al tráfico de inmigrantes, “capturar y neutralizar a esos navíos”, y “eliminarlos y dejarlos inutilizables”. ¿El método adecuado? Ciertamente, el cruce de fronteras por parte de personas desprovistas de documentos que los autoricen a hacerlo legalmente se convirtió en un comercio rentable, aprovechado por organizaciones criminales con métodos a veces violentos y tarifas a menudo exorbitantes. Pero este comercio no se desarrollaría si estuvieran abiertas las vías legales de paso. Al luchar contra los pasadores sin prever alguna alternativa para aquellos que tienen una necesidad imperiosa de encontrar una tierra de acogida, esta intervención militar amenaza con reforzar la peligrosidad de la travesía y dinamizar la actividad que pretende combatir. No hay que ver en esto una paradoja: tanto legal como ilegal, el business de la inmigración se nutre de políticas que persiguen objetivos diferentes de los que exhiben.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)