Los refugiados, al garete
Diario de noticias de Alava, , 02-02-2016Sus patrias se han convertido en lugares inhóspitos en los que vivir constituye una condena. Por eso huyen y cuando alguien les pregunta a dónde van, no saben qué responder, porque para ellos es más importante de dónde vienen. Van a cualquier lugar en el que puedan vivir sin que los peligros y la muerte les pisen los talones. Dejan todo entre las ruinas de ciudades devastadas y arruinadas por guerras, inhabitables porque los desiertos avanzan con crueldad sepultando las áreas cultivables, víctimas por tanto de un cambio climático que obedece al desmesurado desarrollo, mucho más preocupado por generar dinero que por servir a la humanidad. Dejan atrás los lugares en que nacieron y vivieron porque se han convertido en infiernos administrados y gobernados por sátrapas y dictadores que lo someten todo a sus caprichos. Van a otros lugares del planeta Tierra en el que habitan, con la esperanza de que nadie les cierre ninguna puerta, con la ilusión de que haya personas, como ellas, que les acojan con las manos abiertas, los brazos extendidos y sonrisas en los semblantes. El hambre corporal que les aqueja se mezcla con el miedo que les llevó a huir y con el hambre de afecto y de complicidad.
Víctimas de nuestra propia vergüenza, los países desarrollados hemos articulado medidas y hemos firmado tratados que muestran nuestra hospitalidad hacia quienes huyen de las barbaries de todo tipo y golpean con los nudillos en nuestras puertas. No fueron pocos los que firmaron el Tratado de Schengen que suprimía los controles en las fronteras interiores del espacio europeo. 26 países llegaron a firmarlo y algunos otros lo firmaron tras añadir algunas condiciones. Europa se convirtió en 1995 en un lugar de acogida, pero nadie profetizó que el riesgo no estaba en que los europeos se movieran libremente por Europa, sino en que llegaran los parias de la Tierra procedentes de todos los rincones del planeta. Los europeos nos sentíamos felices, protegidos por una frontera natural que parecía inexpugnable: el mar y los océanos.
El Schengenland (espacio de Schengen), sin embargo, era un espacio seguro cuya garantía era que sus fronteras exteriores ejercieran un control riguroso de las entradas. Se acompañó de medidas de cooperación y colaboración entre los servicios de Policía y las autoridades judiciales de los 26 países para luchar, principalmente, contra la delincuencia organizada. No es necesario profundizar demasiado en lo que fue el acuerdo que gestó la creación del espacio Schengen, porque el fracaso resulta ya evidente. ¿Qué ha fallado? Probablemente todo, porque partió de unos supuestos que nunca han llegado a ser reales. Parecía que la reestructuración de Europa supondría un cierto éxodo de quienes, procedentes de la Europa pobre, querrían aposentarse en la desarrollada y rica, pero el éxodo de africanos que han huido de las guerras, del hambre y de la explotación brutal de sus recursos naturales ha superado incluso a las más pesimistas previsiones. Ningún mar ni océano ha detenido a los hambrientos. Han sido muchos los que se han arriesgado a la muerte para proteger sus vidas, convencidos de que una muerte mientras se lucha por ennoblecer la vida es más digna que una vida rendida ante el constante lamento de la muerte.
Todo debería haber estado previsto por el propio Tratado que establece que toda persona que haya entrado regularmente por una frontera exterior a Schengen tendrá derecho a circular libremente por dicho espacio, al menos durante tres meses, tiempo suficiente para regular algunas situaciones y alargarlas sin límite. A este acuerdo hay que añadir los acuerdos puntuales entre países pertenecientes a Schengen y otros países americanos y asiáticos, mediante los cuales basta con la presentación de sus respectivos carnés de identificación para que la entrada en el país pueda realizarse.
Nadie profetizó al firmar el Tratado en 1995 que el riesgo no estaba en que los europeos se movieran libremente, sino en que llegaran los parias de la Tierra
Europa, que pergeñó en Luxemburgo el Schengenland, debe abandonar
Pero el propio Tratado se ha visto respondido, y combatido, desde los gobiernos de los mismos países que se adhirieron a él. La razón hay que buscarla en el hecho de que el posicionamiento ante la realidad de los pobres, de los que sufren las consecuencias de guerras injustas, de quienes ven arruinadas sus casas por las catástrofes naturales que provoca el cambio climático, de los parias de la Tierra, tiene que ver con la ética y con la ideología de quien gobierna cada país, mucho más que con la visión que puedan tener las instituciones europeas.
La política se ha supeditado a la economía. El poder que enarbolan las instituciones económicas o las grandes multinacionales se ha impuesto al dictamen de las conciencias justas y rectas y es eso lo que ha llevado a que los gobiernos nacionales se hayan impuesto a los tratados transnacionales. Las fronteras han vuelto a imponer sus costumbres. Italia ha recuperado el control de su frontera con Eslovenia. Hungría ha levantado cientos de kilómetros de alambradas. En Grecia se han habilitado campamentos en los que viven y conviven muchos miles de refugiados procedentes del norte de África. Bruselas ha citado a los responsables de Suecia, Alemania y Dinamarca para recordarles una palabra Schengen que ya ha perdido casi todo su significado. Porque esos tres países han cerrado sus fronteras intensificando sus controles. Suecia exige documentaciones formales que los refugiados casi nunca pueden presentar en las ventanillas pertinentes, por lo que son expulsados. Alemania ha mostrado su disposición a controlar meticulosamente los expedientes de cada uno de los refugiados que llega. Dinamarca va a confiscar los bienes de los refugiados que lleguen a sus fronteras para financiar su manutención. Y Grecia ha empezado a arrestar a quienes auxilien a los refugiados, empezando por los tres españoles de la ONG Proem-aid y los dos daneses de la ONG Team Humanity, en Lesbos.
Este comportamiento de los gobiernos europeos ha provocado las críticas de la Comisión Europea. Jean Claude Juncker ha acusado a los países por no cumplir lo acordado. Las cifras son concluyentes: de los 160.000 refugiados que deberían haber sido acogidos en Europa según el acuerdo suscrito, sólo 272 han sido acogidos. La pregunta es ¿dónde se encuentran ahora mismo los 159.728 restantes? La afirmación de Juncker (“no hemos resuelto nada”) ha adolecido de inconsistencia (“nos hemos quedado en buenas intenciones, pero los países no cumplen sus compromisos, y es hora de empezar a hacerlo”). La respuesta del país en que pivota la política europea Alemania ha sido poco esperanzadora. Desde su silla de ruedas, el ministro Wolfgang Schauble ha pedido dinero a los otros países europeos y ha adelantado que cabe que se cierren las fronteras alemanas a los refugiados, por cierto en la misma línea del excanciller socialdemócrata Gerhard Schröder.
Esto es lo que hay. A la crisis de los inmigrantes ha sucedido la crisis de los refugiados, después vendrá el final del espacio Schengen. Como si se tratara de una premonición, Juncker ha llegado a decir que “sin Schengen no tiene sentido el euro; quien acabe con Schengen enterrará el mercado interior”, advirtiendo del peligro de desintegración de la UE.
Las guerras de las que huyen los refugiados que llegan a Europa son participadas por países desarrollados que defienden intereses transnacionales. Europa, que pergeñó en Luxemburgo el Schengenland, debe abandonar el testimonialismo y volver a mostrar su rostro más humano, su vertiente más solidaria. ¡Que viva y perviva Schengen!
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