Los discursos que cada inicio de año dedican los obispos de Roma al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede constituyen una cita ineludible para saber cuáles son las prioridades de su agenda internacional. En su encuentro ayer en la sala regia del palacio apostólico del Vaticano con los representantes de los 180 países que mantienen relaciones con el Estado más pequeño del mundo, Bergoglio centró su intervención en la crisis de los inmigrantes, una de sus mayores preocupaciones.

Para hacer frente a la ola de inmigrantes y refugiados que alcanzó el año pasado cifras sin precedentes ni siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial, el Pontífice no solo invitó a «discernir sus causas, plantear soluciones, y vencer el miedo inevitable» que provoca. Propuso un cambio cultural que «ponga en discusión costumbres y prácticas consolidadas». En particular, citó la «plaga de la corrupción», el comercio de armas, el abastecimiento de materias primas y de energía, la política financiera y de ayuda al desarrollo.

El desafío que tiene el mundo frente a él exige una respuesta que vaya más allá de «una simple respuesta a una emergencia». Lo que se necesitan son planes a medio y largo plazo que «ayuden realmente a la integración de los emigrantes en los países de acogida y, al mismo tiempo, favorezcan el desarrollo de los países de procedencia, con políticas solidarias», advirtió.