LA DIFÍCIL CONVIVENCIA ENTRE LA INGLATERRA CRISTIANA Y MUSULMANA
Choque de culturas
El terrorismo amenaza la tradición multicultural británica
La Vanguardia, , 04-01-2016Cada vez que un atentado terrorista, como el de París hace unas semanas, conmueve al mundo o que los servicios de inteligencia anuncian que han neutralizado a una célula yihadista que se disponía a cometer una masacre en Londres, Manchester o Glasgow, el primer ministro David Cameron y la Inglaterra cristiana se quejan de que la comunidad musulmana “no hace lo suficiente” para favorecer la integración de sus jóvenes, asumir los “valores culturales de la mayoría” y combatir la radicalización en nombre del islam.
Por otro lado, cada vez que la Inglaterra cristiana habla de esa manera desde los escaños de la Cámara de los Comunes o los talk shows de la BBC, la Inglaterra musulmana lamenta la visión simplista de su cultura y de su religión, la manera en que es demonizada, el creciente racismo, discriminación e islamofobia, la actitud entre condescendiente y agresiva de los demás, la percepción de que sus integrantes son en el mejor de los casos unos bárbaros ignorantes e irracionales que viven anclados en el pasado y toleran el terrorismo o no lo denuncian con suficiente fuerza, y en el peor de los casos pretenden la destrucción del país en el que viven. ¿Quién está más cerca de la verdad?
La verdad, aunque a algunos les gustaría que no fuera así, no es casi nunca blanca o negra, sino que depende del color del cristal con que se mira y se encuentra en los muchos matices del gris. Entre los dos millones de musulmanes residentes en Gran Bretaña (sobre una población de 65 millones) hay de todo, como de todo hay en la Inglaterra cristiana: policías, magistrados, vicealmirantes, diputados, corredores de bolsa, peluqueros, amas de casa, millonarios, hombres de negocios, granjeros orgánicos, cómicos, banqueros, cantantes de rock, activistas sociales, periodistas, ingenieros, parados, gays, lesbianas, ateos, tolerantes y no tan tolerantes, conversos, religiosos que se cubren la cabeza o que no, nacidos en Gran Bretaña y nacidos fuera.
Un viaje a Bradford, una de las ciudades más islámicas del país, sirve sobre todo para confirmar que cualquier simplificación es errónea, y que no se puede generalizar sobre la Inglaterra musulmana, como no se puede generalizar sobre la Inglaterra cristiana, ni siquiera llevando a sus máximas consecuencias la máxima periodística de no dejar nunca que la realidad estropee una buena historia, o el empeño de los políticos en que esa misma realidad no se interponga entre ellos y un discurso populista susceptible de ganar votos.
Bradford, en el condado de Yorkshire, es una ciudad de medio millón de habitantes, de los cuales una cuarta parte son musulmanes, de ellos la gran mayoría de origen pakistaní. Por cuestiones demográficas, barrios que hace tan sólo una década eran casi exclusivamente blancos son ahora mixtos, y barrios que eran mixtos ahora son de mayoría asiática, una fuente segura de tensiones.
Organizaciones neofascistas, como el Frente Nacional y la Liga para la Defensa de Inglaterra, tienen una gran presencia como demuestran las pintadas en edificios y las pegatinas en las farolas, azuzando la percepción (totalmente infundada de acuerdo a las propias estadísticas del gobierno) de que los “extranjeros” –un concepto amplio que va más allá del pasaporte– no pagan impuestos, colapsan los servicios sociales, disminuyen la calidad de la educación, atestan los hospitales, viven del paro y ocupan los pisos de protección oficial que deberían ser para los “nativos”.
El barrio de Little Horton, al sudoeste del centro, es un buen ejemplo de cómo ha cambiado Bradford desde los graves disturbios raciales registrados en el 2001. Sólo queda un pub, La vaca marrón, porque la inmensa mayoría de musulmanes no bebe, y menos aún en público. Su clientela es cien por cien blanca (a excepción hoy de un negro jamaicano), y nostálgica de un pasado que siempre fue mejor.
“Cuando yo era joven esta era una comunidad vibrante, dinámica, solidaria y llena de energía, de gente humilde de clase trabajadora que se deslomaba para dar de comer a sus hijos –se lamenta Josh Morgan con su tercera pinta de cerveza, a juzgar por los vasos ya vacíos, sobre la mesa–. Nos ayudábamos los unos a los otros, había un claro sentido de identidad y patriotismo. Sabíamos lo que éramos y lo que queríamos. Pero ahora mire a su alrededor.” Y señala a un grupo de colegiales de entre ocho y doce años que, con un profesor al frente, van camino de la madraza, la escuela islámica donde cambiarán los uniformes azules del colegio público por unas batas, para rezar sus oraciones y estudiar el Corán antes de regresar a casa.
En los años setenta, todos los niños que jugaban al fútbol entre las modestas casitas adosadas de ladrillo rojo de Little Horton eran blancos; hoy, prácticamente ninguno. El paisaje urbano también ha cambiado y las chimeneas han cedido paso a las cúpulas de las mezquitas (cuarenta repartidas por toda la ciudad). El ritmo es distinto, los sonidos son distintos. En vez de campanas o silbatos convocando a los trabajadores a las fábricas textiles o metalúrgicas, grabaciones electrónicas del muecín llaman a la oración.
Es un cambio que a la Inglaterra blanca y cristiana, sobre todo a la que ha sido desplazada de esas comunidades o tiene que convivir en ellas, le revienta. “Los políticos no saben de la misa la mitad –critica Arthur Root, otro cliente de La vaca marrón–. Es muy fácil teorizar sobre las ventajas del multiculturalismo desde los salones de Hampstead o Islington (barrios intelectuales del norte de Londres), pero desafío a cualquiera a pasarse una temporada aquí, oliendo todo el día a curry, con la rutina cotidiana alterada porque si es Ramadán o si no lo es, con recreos artificiales en el colegio público para que los niños musulmanes puedan rezar, cruzándose con barbudos que salen de la mezquita y preguntándose si serán de los que hacen la vista gorda al terrorismo. Hace poco, tres hermanas de por aquí cerca fueron de peregrinaje a La Meca, y en vez de regresar se fueron a Siria con sus nueve hijos para luchar del lado del Estado Islámico. ¿Qué hemos de pensar? Nos han cambiado a nuestro país”.
Lo que resulta evidente en Bradford –y en otras ciudades con amplias comunidades islámicas como Blackburn, Preston, Burnley o Birmingham– es la existencia de tres mundos paralelos: uno sólo musulmán, uno sólo cristiano, y otro mixto. La mayoría del tiempo coexisten en un equilibrio más o menos precario, pero cualquier chispa puede hacer que entren en conflicto.
El primero pertenece a los residentes británicos de origen paquistaní aferrados a su religión y su cultura, encerrados en su burbuja, que no sólo rechazan el alcohol, el cerdo y las minifaldas, sino que los consideran pecaminosos; saludan a los vecinos blancos, pero prefieren no mezclarse con ellos; van de casa al trabajo, del trabajo a la mezquita y de la mezquita a casa; hablan preferiblemente en urdu, aceptan la poligamia, repudian a sus mujeres diciendo tres veces “yo te divorcio”, obligan a sus hijas a casarse con quienes ellos deciden, y resuelven sus disputas a la manera tradicional, ignorando si es necesario la ley inglesa.
Entre ellos, una minoría infinitesimal (tal vez unos cuantos centenares) son considerados por los servicios de inteligencia posibles terroristas, una pequeñísima minoría aprueba el recurso al terrorismo, un número considerable “entiende” de dónde y por qué han surgido Al Qaeda y el Estado Islámico, una amplísima mayoría denuncia el colonialismo occidental (británico, francés, norteamericano…), el apoyo a Israel, el trato al pueblo palestino, el uso de drones, las matanzas injustificadas de civiles, las guerras no autorizadas y la intromisión en los asuntos de Iraq, Siria o Libia.
Y casi todos consideran absurdo que se les pida que “hagan más” por combatir el yihadismo y la radicalización. “¿Acaso se le pide a la comunidad cristiana que haga más para luchar contra la insensatez de sus políticos, o los intereses de sus empresas de armamento?”, pregunta Muhammad Aziz, que tiene una carnicería halal en Little Horton.
El segundo universo paralelo es el de la Inglaterra blanca acomodada, culturalmente cristiana (pero con un importante componente religioso judío), que se lleva a las manos a la cabeza cuando se entera de esas cosas por los periódicos o la televisión, no tiene vecinos musulmanes –excepto tal vez algún jeque acaudalado del Golfo-, y para la que el multiculturalismo significa leer las novelas de Salman Rushdie, ir a comer un kebab a Stoke Newington o a fumar el narguile en la Edgware Road de Londres. En Bradford, se trata de barrios como Holme Wood, separado de Little Horton por un polígono industrial y por un pub regentado por una familia hindú que hace de frontera invisible, y donde el 90% de los habitantes son blancos.
El tercer mundo es aquel donde las culturas y las religiones entran en contacto diario, y los valores son menos absolutos. El de las funcionarias de inmigración que reciben a los visitantes en el aeropuerto de Heathrow con un velo en la cabeza. El de Yasmina Akhter, maestra de una escuela primaria de Bradford, que es musulmana pero opta por vestir a la occidental. El del policía urbano Nazir Raf, que en sus rondas encuentra tiempo para orar cinco veces al día. El del chef Omar Ager, que tiene un espacio junto a la cocina de su restaurante para rezar entre la preparación de un plato y otro. El de Adnan Afzal, fiscal encargado de encausar a los responsables de crímenes de honor. El del vicealmirante Amjad Hussain –el miembro de más alto rango de las Fuerzas Armadas procedente de una minoría étnica–, nacido en Rawalpindi (Pakistán), musulmán practicante, que cuando le preguntan sobre su origen dice que es irlandés, para fastidiar. El de Saira Jilani, una esteticista que no considera incompatible sus creencias religiosas con ponerse un top que enseña la barriga cuando sale a correr. El de Lufti Kahn, un contable que se levanta todos los días a las cinco para leer el Corán, pero casi nunca encuentra tiempo para ir a las oraciones de los viernes. El de Imran Mahmood, un conductor de autobús a quien el Islam “le enseñó a sonreír”. El de Khalet Ravat, un sindicalista de Peshawar que respeta todas las religiones pero no practica ninguna. Es el universo más abierto, el de la Gran Bretaña que no pertenece ni a los de aquí ni a los de allá, sino que es de todos. El del multiculturalismo.
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