El puchero español de los refugiados
Julio García es un parado que reparte cientos de raciones para los desplazados en Lesbos
El Mundo, , 17-12-2015Entre los muros de una prisión encuentran la libertad. Llegan de la guerra en patera y en la antigua cárcel de Moria, en Lesbos, se registran como solicitantes de asilo entre concertinas y vallas de tres metros de altura. Este improvisado campo de refugiados es un lugar de segundas oportunidades. En sus fogones ha encontrado su motivación Julio, alias Julito el loco o El botarga de Albendiego, que perdió su trabajo durante la crisis económica. En su interior también comienzan su nueva vida en Europa el medio millón de personas que ha pasado por aquí durante este 2015. Él es el cocinero y ellos, los comensales en la cárcel de Moria.
El naufragio de la crisis de refugiados ha arrastrado hasta las playas de Lesbos a Julio, superviviente nato y cocinero emprendedor que tuvo que cerrar sus negocios cuando la economía española se despeñó. Su crisis se ha disipado hoy aliviando la de los miles de sirios, afganos o iraquíes, sobre todo, que degustan cada día sus platos. Cuando empezó la llegada masiva de pateras hace unos meses a la costa griega decidió desempolvar su libro de recetas, cogió sus ahorros y se plantó en el campo para montar una cocina de campaña.
«Cuando empezó la crisis me arruiné y tuve que cerrar mis negocios de hostelería. Ahora, viendo lo mal que lo están pasando estas personas, me doy cuenta de que mi propia crisis no es nada. Llevaba dos años sin hacer nada en casa, me sentía podrido», confiesa Julio, vecino de Albendiego (Guadalajara), un pueblo de poco más de una veintena de habitantes.
El chef habla en castellano con los que se le cruzan, pero a nadie parece importarle porque le entienden igualmente. Julio habla el lenguaje universal: el de la sonrisa. «No sé inglés pero me entiendo con ellos por los gestos», ríe. Como tiene experiencia en compras de productos, gestiona buenos precios en el mercado con los griegos, a pesar de que cada uno habla su lengua. Reniega del clásico menú de cárcel u hospital y, por eso, cuando le parece insuficiente, lo completa de su bolsillo «para que la gente coma también frutas y verduras y carne o pescado». «Que no sea el clásico plato de arroz o pasta para quitar el hambre. Quiero que sea una comida completa», explica. Algunas veces lo aliña por bulerías o entonando unas sevillanas mientras sirve a los comensales sirios, afganos o iraquíes, que le miran «perplejos pero divertidos».
Miles de personas llegan cada día desde las playas del norte o del sur, recién desembarcadas, a este antiguo centro de detención de inmigrantes ubicado entre olivos centenarios. Aquí se dividen en dos grandes colas: la de los que hablan árabe y la de iraníes, afganos o somalíes. «Yo diría que esto es el caos organizado, se les agrupa por lenguas para facilitar el trabajo de los traductores», define Concha, una doctora de Médicos del Mundo España, que tiene una clínica para los refugiados en el interior: «Aquí llegan con problemas muy básicos: cortes, resfriados, púas de erizo que se les clavan en los pies al bajar de las pateras… Lo más importante para los refugiados en este punto es encontrar ropa seca y limpia y abrigo para temperaturas invernales». Por eso han montado un pequeño dispensario, además de un almacén de productos de primera necesidad y un ropero con prendas donadas en España.
Aunque la estética del campo, con los alambres de espino y el triple muro, no sea la más idílica ni la más apropiada para recibir a personas refugiadas, al menos su estructura asegura cierto control. La policía griega de Moria controla el flujo y todo está lleno de voluntarios como Julito. En las colas para registrarse, la zona más conflictiva, no se reparten números para evitar que las mafias los revendan, como ya ha sucedido. Algunos intentan colarse con la excusa de que sus hijos están enfermos y así evitar las cerca de tres horas de espera en la fila.
«Por su nivel socioeconómico, estas personas podríamos ser cualquiera de nosotros», dice Concha. Nuestros abuelos, hijos o nietos, nuestros hermanos o primos. Cualquiera de nosotros podría ser Abderraman y su familia, que llegaron hace dos días a la playa de Skala en un bote. Son 10 y pagaron cada uno 1.000 dólares por cruzar el Egeo. Huyeron de Damasco y Alepo en busca «de seguridad» y arriesgarse en el mar no era una opción sino «la única alternativa a la muerte». Este sirio desgarbado y risueño relata su huida de unas bombas que en las últimas semanas ya no tenían ni dueño, que la mitad de su familia ha muerto en la guerra. «No sabemos si los aviones eran de Rusia, de EEUU, si era el Estado Islámico o el Régimen», dice este periodista veterano mientras sus hijas juegan a su lado al Candy Crush con su smartphone. Se sienten bien recibidos por una Europa que los acoge como «hicieron ya los sirios con los palestinos o los iraquíes».
A unos metros de él descansa Zacarías, su mujer y sus cinco hijos. Intentaron cruzar dos veces la costa y erraron en el intento, por lo que tuvieron que pagar de nuevo. Tenía una fábrica de caucho y plástico que se quemó en un bombardeo de nuevo sin nombre. Un emprendedor como cualquiera de nosotros, como Julio. Dos oficios marchitados por dos crisis muy distintas. «Siria es un campo de fútbol en el que todo el mundo quiere jugar y los pobres están en medio. Es el infierno. Vivir en Siria es mucho más peligroso que cruzar el Egeo», dice el sirio. Junto a los olivos, cuatro mujeres con una legión de niños alrededor, que desembarcaron un día antes en una playa del norte como recogió ayer EL MUNDO, esperan a que sus maridos terminen el proceso de identificación para seguir viaje hacia Alemania. Hay licenciadas en Bellas Artes, Informática y Farmacia. Una de ellas define su estado de ánimo: «Antes de la guerra nuestra vida era como la de cualquiera de vosotros. Vivíamos muy bien. Pero en Siria no podíamos seguir y ahora somos vuestros invitados y, como tales, nos adaptaremos y respetaremos a nuestro anfitrión».
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