Choque de civilizaciones

Canarias 7, Victoriano Suárez Álamo , 02-12-2015

En un paraje gélido y nevado, tan bello como extremo, Isabel Coixet enfrenta tres concepciones vitales antagónicas, que se desarrollan bajo el supuesto engranaje de historia épica.

Josephine Peary ansía sus quince minutos de gloria que convirtió en un icono Andy Warhol. Quiere estar junto a su marido, el explorador norteamericano Robert Peary cuando éste descubra el Polo Norte, en 1908. Sabe que la empresa es arriesgada. Los expertos le advierten de que su idea es descabellada, porque está a punto de empezar el temible invierno ártico, con temperaturas extremas muy por debajo de los cero grados centígrados y noches casi eternas, a las que la vida humana no está invitada.

Como corresponde a una mujer de su estatus, la clase alta neoyorquina, esconde este objetivo bajo una falsa apariencia de amor y pasión por su marido. Emprende la aventura como una señora. Con sus ropas de gala, su cubertería de plata, unas buenas botellas de vino tinto, sus discos y el correspondiente gramófono, que ya se encargan de cargar los inuit que la acompañan en esta descabellada empresa. 

Al frente de la expedición se encuentra otro norteamericano, llamado Bram. En el ártico ha encontrado su lugar en el mundo. Abandonó las comodidades propias del mundo occidental por un enclave helado y natural en el que se ha topado con «la pureza» que considera vital para dar sentido a su existencia. Se encuentra como pez en el agua en un lugar en el que los artificios no tienen espacio y dónde las reglas las marca la pura supervivencia en un entorno en el que el día a día lo marca la madre naturaleza.

Este viaje se completa con la aparición de Allaka. El tercer eslabón de Nadie quiere la noche. Una inuit que sobrevive con lo que le permite cazar o pescar la naturaleza y que tiene claro que, dentro de la escala de valores de la sociedad occidental de su época, se encuentra unos cuantos peldaños por debajo del hombre blanco. Cuando se valoran los riesgos de las expediciones árticas, los esquimales muertos ni se contabilizan. No tienen valor alguno, salvo para contadas excepciones, como es el caso de Bram.

Coixet no toma una postura. No ha dirigido un panfleto. Trata al espectador como a un adulto con las suficiente capacidad racional como para distinguir y reflexionar sobre este choque de civilizaciones que subyace durante todo el metraje. Pergeña así un filme de luces y sombras. Luminoso por momentos, gracias a ese maravilloso paisaje nevado. Oscuro, tenebroso e infernal, durante esas noches interminables que sirven como metáfora de los propios protagonistas.

El filme cuenta con un poderío visual apabullante, con una máxima atención al detalle escenográfico e histórico, que no interfiere ni en el desarrollo de la historia ni en lo que realmente da sentido a esta historia inspirada en hechos reales. Ese poderoso y atractivo mano a mano entre Josephine y Allaka en medio de un entorno hostil.

Están aisladas, en una situación extrema, mientras sus respectivos y alejados mundos se derrumban y las fronteras que las separan se las lleva el huracanado y gélido viento. Toca sobrevivir. Ya nada importa. Ni las pasiones, los celos o los escrúpulos. Son dos animales que se aferran a lo poco que tienen a su alcance. Y, bajo el magisterio interpretativo de Juliette Binoche y Rinko Kikuchi, logran dejar al espectador sin aliento. Devastado en la butaca. 

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