El chico del piano y la tolerancia
El Mundo, , 16-11-2015Si todos los asesinados fríamente en el Bataclan hubieran sido maravillosas personas, habrían recibido un número determinado de balas. Exactamente el mismo que habría impactado contra sus cuerpos de ser unos tipos mezquinos, que también los habría. Si nacieron en democracias consolidadas, participantes en la invasión de Irak, importaba bien poco. A lo mejor tenían pasaportes de países neutrales, o eran hijos de un sanguinario dictador. Las probabilidades matemáticas de recibir un proyectil eran milimétricamente las mismas.
He leído a gente a la que admiro hablar de tolerancia y respeto como solución a la raíz de la que brota el nuevo hiperterrorismo. Cuesta escribir algo contra la tolerancia, tanto como gritarle a tu padre por primera vez que no tiene ni puta idea de algo. Es difícil interiorizarlo. Pero llega el día en que descubres que tu padre no es infalible. Y también que la tolerancia no siempre tiene que ver con la solución de un problema. No aquí. No ahora. Déjenme intentar explicarles por qué.
Me sorprende la insistencia en argumentar que tras los 129 muertos en París estamos ustedes y yo. Invasores belicosos, buscadores de petróleo, intolerantes merecedores de un castigo histórico. No habrán pisado Damasco, ni Bagdad, ni Gaza, y puede que sólo estén deseando que llegue el nieto, pero da igual.
Todos portamos una culpa alícuota por lo ocurrido en París. Por lo que somos o por lo que fuimos. Cuando cayeron las Torres Gemelas, Sadam todavía detentaba el poder en Irak y Asad, en Siria. Y en 1995, antes aún, ocho personas fueron asesinadas en el metro de París en un atentado del GIA argelino. Esto no es nuevo. Será más cruento, televisado en directo y con repercusión en redes sociales, pero no es nuevo. Podemos seguir remontándonos y, si se quiere, siempre se encontrará un refugio, una causa intrínseca al mal, como si no fuera eso precisamente la historia: un compendio de intereses, guerras y presiones. Los psiquiatras diferencian el concepto de responsabilidad y el de culpa. También vale para las relaciones internacionales. Recuerdo el debate público surgido por las caricaturas de Charlie Hebdo (no este año, tras los 17 muertos, sino hace una década, cuando lo viví como corresponsal en París) y la visión mojigata de muchos dirigentes defendiendo la democracia con la boca pequeña. Pidiendo respeto, tolerancia (de nuevo la palabra) y, en suma, no provocar. Diez años después llegaron los kalashnikov y los #jesuis.
Lo que ocurrió con Charlie Hebdo no tenía nada que ver con la representación de Mahoma. Nos hemos dado cuenta demasiado muertos más tarde. Alguno ni siquiera todavía. Para ellos somos infieles, colonizadores, cruzados. No es Siria. No es Irak. No es Palestina. Y, por resumir, no somos nosotros. Enfrente de nosotros hay una ideología; no exactamente una religión.
Una ideología que deforma el islam pero que también sale netamente de él, y no veo el interés de ocultarlo. Son los musulmanes quienes principalmente lo sufren, quienes mueren en la mayoría de atentados. Por eso ellos deberían ser los primeros interesados en subrayar que el islamismo es un proyecto supremacista, como describe Jeffrey Goldberg en The Atlantic, expansionista, imperial, medieval… Y con el que no existe convivencia posible. Sólo puede quedar uno en pie. La democracia va a ganar. Sobrevivirá por su capacidad de adaptación. Puede acomodarse a todas las situaciones: victoria, crisis, riqueza o mierda. Y a todos los anhelos humanos: la libertad de juicio, el placer irrazonado… justo lo que ellos, sí, ellos, no pueden entender. He leído muchos elogios al chico del piano tocando Imagine en la acera del Bataclan. Y a lo mejor no soy el único al que le pareció una chorrada.
Lo que me sorprende es que quienes critican que existan dos bandos argumentan que en el islam están ellos, los terroristas, y, luego, los otros, casi todos. En un discurso racional no habría que justificar que en ese nosotros cabemos todos los que no dispararíamos en una terraza atestada. Y no hace falta defender el mismo modelo de sociedad, ni creer en el mismo Dios para compartir enemigo común. O no acabaremos con él.
(Puede haber caducado)