Tribuna abierta
Globalización ¿para qué?
Deia, , 07-11-2015SE habla mucho de la globalización y su impacto no solo en las relaciones y la economía internacionales, lo que llamaría globalización ad extra, sino también en lo que nos afecta ad intra, en la política, en la economía y lo demográfico y social de cada sociedad. La vasca no es una excepción.
Parece que se da por sentado que la globalización es algo bueno o por lo menos tan inevitable como la ley de la gravedad. Para los liberales, digamos “de derecha”, porque así se aumenta el comercio y los flujos de dinero mundiales, haciéndose más rentables y creando riqueza global. Además, son optimistas casi darwinianos y creen que el mundo siempre requiere competencia, triunfan los mejores y todo evoluciona a mejor. Nuestras empresas aprenderán a competir y a triunfar a nivel internacional, ganarán más si se deslocalizan o acuden al outsourcing y tendrán mas beneficio si contratan trabajadores extranjeros recién llegados a costes unitarios mucho más bajos. Estas ganancias redundarán en beneficio del conjunto.
Para los llamados progresistas hay muchas más dudas sobre la conveniencia de la globalización de las empresas, pero en general la defienden a nivel macro porque redistribuye la riqueza mundial y beneficia a los países llamados emergentes como China e India. Para muchos de ellos, la acogida masiva de emigrantes, además de la de posibles votantes, es como una nueva ideología que sustituye a un socialismo en caída libre o a un periclitado marxismo y compensa nuestro pasado colonialista y la explotación que seguimos haciendo de los más desfavorecidos del planeta. Algunos sufren una especie de complejo autoflagelante que los israelíes, al describir a sus compatriotas críticos o antisionistas, describen como “haïne de soi”.
Parece que a la mundialización solo se opondrían los de los extremos, a la izquierda y a la derecha, pues los primeros advierten que con ella se van a perder irremisiblemente derechos y prestaciones sociales ya adquiridos, se aumenta el paro y la precariedad laboral y disminuyen los salarios Y, para los segundos, con la globalización se pierde soberanía y con ella la libertad y el poder de su nación y su cultura.
Los que no somos tan jóvenes vemos que el mundo evoluciona muy rápido y en apenas medio siglo ha dado la vuelta como un calcetín en cuestiones relativas a lo que antes se llamaba moral y costumbres. Algo así debió suceder en nuestro país otras tres generaciones antes, cuando se inició otra era de mucha incertidumbre. Entonces, la modernidad acabó con el antiguo régimen y la mirada de las personas que hasta entonces se había puesto en el pasado y en la tradición paso a ponerse en el futuro y en grandes proyectos que incluían muchas personas venidas de fuera. El forastero deja de serlo cuando pasa de observador externo a aspirante a integrarse en un grupo que le acepta. Este fue el gran acierto de algunos partidos modernos e integradores como el PNV, que tras cambiar algunos de sus parámetros han tenido un éxito inmenso al convertirse en un vector de integración y de proyecto común.
La cuestión a estudiar, dentro de esa globalización que nos viene, es qué va a pasar ahora con la nueva oleada de inmigración foránea que ha llegado a Europa y, no nos engañemos, no va a cesar. Ahora, nuestra cultura posmoderna supone el presente cargado al máximo de improvisación, vivir un agónico día a día repleto de shocks y vaivenes bulímicos y anoréxicos sin pensar ni en el pasado ni en el futuro. Ya no se vive de tradiciones ni de grandes proyectos sino de objetivos tan variables como los mensajes del WhatsApp, no hay perspectiva de pasado o de futuro sino solo la verticalidad del torbellino presente. Puede que los nuevos forasteros no deseen integrarse en el grupo receptor y prefieran mantener sus tradiciones aunque atenten contra los valores del grupo. Y esto es sumamente peligroso.
Profundizando algo más en el tema, un profesor de Harvard, Dan Rodrik, ha intentado demostrar a través del llamado trilema de la globalización, que hay tres elementos importantísimos de nuestro orden social actual que, a su juicio, no pueden coexistir en grado pleno a la vez: globalización, soberanía nacional y estado social del bienestar o políticas sociales democráticas: Si se da un control fuerte del Estado en la economía para hacer políticas sociales y el Estado es soberano en lo internacional, tendrá que intentar escapar o aislarse de la globalización pues no podrá competir en un mundo abierto. Si se da la cada vez más intensa globalización y se quiere mantener la soberanía, entonces tendrá que renunciar a las políticas sociales democráticas para poder ser competitivo con otros países cuya mano de obra y factores de producción son más baratos y no conceden los mismos beneficios sociales. Además, la democracia plena de las naciones es vista como un obstáculo por las fuerzas económicas de la globalización. Para que haya globalización y políticas sociales planificadas, éstas tendrán que ser desarrolladas a nivel mundial, tendrá que producirse integración política además de la económica y, a la postre, desaparecerá la soberanía nacional para llegarse a una única o muy pocas soberanías supranacionales. Rodrik parece decantarse por esta opción, donde desaparece no solo poder de acción de los viejos Estados sino también el de las entidades infraestatales.
El TTIP que se negociaba hasta hace poco medio en secreto hacía depender, en principio, de una jurisdicción internacional los conflictos entre una multinacional y un Estado, con lo que se borraba de un plumazo la soberanía de este para decidir. Algunos han indicado que lo único que quedaría con la globalización sería una democracia formal neoliberal entendida no como capacidad de formular políticas sociales y mantener el Estado de bienestar sino como pura delimitación del poder del Estado para proteger la libertad de empresas e individuos. Otros, en el otro extremo del espectro político, ven la globalización como oligarquización, es decir, una concentración cada vez mayor de la riqueza mundial en pocas manos que correría en paralelo con una desaparición gradual de la clase media que detentaba el poder político y hacia cambiar los gobiernos. Un reciente estudio suizo muestra que la mayor parte de las multinacionales del mundo dependen de un entramado inconcebiblemente más pequeño de lo que pensamos.
Y este proceso se da sin que nos demos cuenta. Es la famosa historia de la rana en el cazo con agua calentándose. Si se calentara muy rápido, saltaría reaccionando; pero si se calienta poco a poco muere por inanición casi sin apercibirse o cuando se da cuenta ya tiene los músculos y nervios tan agarrotados que no puede escapar. En el ínterin, para que no se le ocurra plantearse mirar fuera del cazo, se le entretiene con shocks permanentes que nublan su juicio y agrandan sus tragaderas; un nuevo alimento nocivo o cancerígeno aquí, una crisis o un escándalo allá… Así nos pasa con todo dicen los más viejos: con los programas violentos de videojuegos o de televisión, con el paro juvenil, con los despidos no justificados, con las deslocalizaciones de empresas a países que no respetan la propiedad intelectual ni la libre competencia, con la entrada progresiva (ahora masiva) de inmigrantes que tienen otra cultura y que en algunos casos ya se sabe que no se van a integrar nunca pues en Francia , Reino Unido, Bélgica, etc. llevan varias generaciones sin hacerlo, con el fracasado multiculturalismo, el mestizaje cultural y el sincretismo religioso crecientes, con el peor reparto mundial pues los países en desarrollo que no reciben inversión y solo dependen de sus materias primas no solo no mejoran con la globalización sino que cada vez están peor…
Por razones humanitarias acogeremos refugiados y asilados de las zonas en conflicto. Pero debemos también hacer notar que nos llegan en gran parte por culpa – no nuestra en Euskadi – de otros países occidentales que fomentaron la guerra de Irak con la consecuente humillación de los suníes que ha sido en parte causa del ISIS y de todos los horrores de Siria, donde también alguien tendrá que explicar por qué se ha potenciado artificialmente una cruenta guerra civil. ¿Habrá alguien que pueda afirmar sin sonrojo, llámese Bush, Aznar o Blair que Irak, Yemen, Libia o Siria están mejor ahora que hace unos años?
Pero dicha acogida es un esfuerzo que debe ser rápido y a la vez reflexivo ya que: no se puede acoger a todo el mundo, no hay ningún país con los recursos para organizar la acogida y financiarla por sí solo, no todos los refugiados tienen por qué venir a Europa, hay muchos que vienen por motivos puramente económicos y proceden de países o zonas que no están en guerra y no tienen por qué entrar, hay que garantizar el retorno tras la paz del mayor número, y, sobre todo, hay que evitar que estos recién llegados constituyan competencia destructiva de empleo con los trabajadores locales o mano de obra barata para suministrar al demandante gigante alemán, cuyas voraces empresas precisan casualmente de un número equivalente de trabajadores, en torno al millón.
Sin caer necesariamente en la conspiranoia, algunos piensan que hay una cierta ingeniería social detrás de todos estos procesos que después de 4 años de guerra y millones de refugiados se han manifestado súbitamente ahora. A unos les ha entrado la prisa por llegar a una intervención justificada (desde nuestro apremio) en aquellas tierras que sufren en beneficio de sus intereses geopolítico económicos; otros están encantados con la división creciente que desangra Europa (y puede terminar con ella) entre los que construyen muros y los que abren puertas; y otros, tal vez, aspiran a un nuevo modelo mundial. Pero para nosotros aquellas primaveras árabes pueden llegar a convertirse en el invierno de Europa. El presidente de la Comisión Trilateral, Peter Sutherland, ha dicho hace poco en la Cámara de los Lores que hay que socavar la homogeneidad de Europa y propiciar la multiculturalidad. ¿Es eso lo que queremos para la Europa que alguno de nosotros verá y sin duda será la patria de nuestros descendientes? Aunque quizás, como decía Hölderlin, “allí donde está el peligro allí se encuentra también la salvación”. En la situación crítica actual, tal vez la rana se despierte y salte del cazo.
Me encanta viajar, conocer e intimar con personas de distintas culturas y creencias, pero eso no quiere decir que yo tenga que adoptar dicha forma de entender la vida ni que ellos tengan que seguir la mía. Al final, la gran pregunta es saber si muy pronto, pongamos mediados del siglo XXI, la globalización va a hacer mejor y más feliz a más gente, a ser posible a todo el mundo. Si sirve para hacer desaparecer el hambre, la pobreza, el analfabetismo, el trabajo infantil, la discriminación de las mujeres y la división entre pobres y ricos en todo el mundo, bienvenida sea. Si la globalización sirve solo para traer todo eso a nuestra orilla y, de paso, deteriorar nuestra democracia y el Estado Social de Derecho o dejarlos en un mínimo común denominador global de rasero bajísimo, o eliminar los Derechos Humanos y nuestras libertades, será una calamidad para Europa y para el mundo que se mira en ella.
Para los prebostes de la posmodernidad ésta necesariamente implica globalización, pero, ¿es inevitable la globalización ? ¿No podemos aspirar a mantener control de nuestro propio destino, que eso es lo que en realidad significa soberanía, y la capacidad de mantener y mejorar nuestras propias políticas sociales a través de nuestro Estado Social de Derecho a nivel europeo? En resumen, libertad económica, sí; pero nunca al coste de aumentar las disparidades y la concentración absurda de riqueza. Y ello afecta e incluye en nuestro caso nuestra inmemorial soberanía – y cohesión – cimentada sobre normas como el Concierto.
No olvidemos que semánticamente Europa podría venir del griego “eu” (verdadero) y “opsis” (vista u ojos) y podría significar verdadera vista. Abramos pues bien los ojos.
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