Imágenes de la vergüenza
Diario Sur, , 02-11-2015Paseaba el otro día por el Paseo Marítimo cuando un barullo llamó mi atención. Varias personas se arremolinaban en la orilla de la playa, alguna incluso se atrevía a adentrarse en el mar. Picado por la curiosidad me acerqué al tumulto y observé a una pobre gaviota que, con un ala rota, se empeñaba en sobrevivir. Los voluntarios se afanaban en ayudar a la dañada ave a salir del agua. Un sentimiento de felicidad y de respeto por el ser humano me desbordó en aquel momento. Las personas éramos capaces de abandonar nuestro paseo rutinario para llenarnos de arena y acudir en socorro de una desvalida gaviota, la conciencia humana para hacer el bien se había desplegado, aunque solo fuera tímidamente, en nuestro magnífico litoral. Como pienso que los malagueños no somos seres especiales puedo suponer que escenas como la descrita, sin importar de que animal se trate, pueden observarse también en las costas italianas o croatas o en estados como Hungría o Eslovenia.
Más tarde, al llegar a casa, los informativos me golpearon con imágenes tremendas: miles de refugiados se amontonaban, llenos de agua y de barro, en la frontera de Europa. Ancianos, niños, hasta bebés en carros con las ruedas hundidas en el lodazal dirigían su mirada al horizonte buscando la solidaridad y la ternura del género humano. Sin embargo sólo encontraban mallas de espinos y fornidos gendarmes con escudos, e incluso, perros que les manifestaban de forma absolutamente meridiana que esta Europa no es lugar para refugiados. Pero a diferencia de lo que vi en nuestro paseo marítimo, no había ningún movimiento de personas que, llamadas por la solidaridad, se arremolinaran exigiendo soluciones eficaces e inmediatas para resolver este insoportable drama; más bien al contrario parecía que las miradas pretendían esquivar esa dura realidad, conformándose con un «¡pobrecitos, lo que tienen que pasar!». Y es ahí donde me rebelo, donde modestamente digo basta y donde pienso que deberíamos decir basta muchísimos más. ¿Qué ha pasado para que Europa, tierra de acogida permanente, pretenda blindarse tras muros de alambre? ¿Qué ha sucedido para que este continente, que ha prosperado sobre los cimientos del asilo y de la apertura, permanezca insensible ante el drama que nos rodea? La misma Europa democrática que clamaba con razón ante el inaceptable muro de Berlín levanta sin ni siquiera inmutarse nuevos muros por el sur y por el este; Que sean de alambres con pinchos no significa que dejen de ser muros de la vergüenza. ¿Qué está pasando que nos hace tan insensibles? Parece como si nos conformáramos con aliviar nuestras conciencias participando en algún telemaratón o firmando por internet alguna campaña de solidaridad. Mientras tanto los intolerantes, los xenófobos llevan la iniciativa en las calles y, lo que constituye el peor síntoma, también en el pensamiento; están ganando la partida. De estos polvos, de esta inexplicable pasividad con la que nos comportamos quienes pensamos en Europa como espacio de tolerancia, vendrán los lodos del fanatismo y del fascismo. Nadie debe extrañarse luego de que la ultraderecha con denominación de origen pueda alcanzar el gobierno en Francia o avance a pasos alarmantemente ligeros en muchos países de nuestro entorno. Tampoco de que mucha de su ideología termine siendo asumida por fuerzas políticas de apariencia menos extremista.
Durante la presente crisis hemos observado cómo las instituciones europeas eran máquinas engrasadas que funcionaban con envidiable rapidez ante las explosiones financieras. Pocas reuniones bastaban para alcanzar acuerdos que suponían destinar cientos de miles de millones de euros para rescatar países como Grecia o Portugal o sistemas financieros como el español. Las dificultades que aparecían para distribuir los cupos con los que cada estado tenía que hacer frente a los millonarios rescates se solventaban en apenas dos reuniones. ¡El sistema financiero peligra, hay que actuar con rapidez!, se repetía como un mantra por despachos gubernamentales, tertulias y grandes medios de comunicación. No pretendo poner en duda los efectos gravísimos que generaría un colapso del sistema financiero; pero ¿es que acaso es menos grave el colapso humanitario que estamos viviendo? ¿Por qué no se actúa con la misma celeridad? Resulta cada vez más evidente que el actual entramado europeo está pensado para que los grandes capitales encuentren facilidades extremas para desenvolverse y seguir alimentando el incansable bucle de la avaricia y de las ganancias infinitas. Exigir de nuestras autoridades, en este contexto, una respuesta ágil y decidida, que ejecute lo establecido en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados o en la Declaración Universal de los Derechos Humanos puede parecer un ejercicio de ilusos, pero no hacerlo es propio de cobardes.
El día que las personas puedan transitar por nuestro continente con la misma facilidad que lo hace el dinero habremos dado un salto de gigante en la verdadera construcción europea.
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