El abrazo de Mohammad
Itxaso Atutxa, burukide del PNV, ha visitado esta semana la estación central de trenes y dos centros de acogida en Múnich, convertida en principal puerta de entrada a Alemania de los miles de refugiados que recorren Europa desde hace varios meses huyendo de la guerra y el horror. Este es su relato en primera persona de una experiencia sobrecogedora.
Diario de noticias de Gipuzkoa, , 25-10-2015“Hay overbooking”, anuncia una empleada de Lufthansa que, acto seguido, nos ofrece un buen hotel y 250 euros del ala por aplazar doce horas, no más, nuestro vuelo a Bilbao. Quienes hacemos cola ante la puerta G44 del impactante aeropuerto de Múnich (flamantes coches en exposición, joyerías de seis dígitos) esquivamos su mirada. Es viernes por la tarde, estamos cansados y queremos volver a casa y disfrutar del fin de semana con los nuestros. “Por nada me pierdo la sonrisa de mis hijos, el beso de mi marido, el calor de mi cama”, pienso, y entonces… ¡Zas! Entonces regresa esa incómoda sensación (una pizca de rubor, algo de culpabilidad, mucho desasosiego) que apenas me ha abandonado desde que llegué a la capital bávara. También en ese instante vuelven a encenderse en mi mente los ojos tiernos y agradecidos en los rostros felices y cansados de un jovencísimo matrimonio afgano que he conocido tres horas antes en el mayor campo de primera acogida de Alemania, al norte de Múnich. Allí, en el barracón número 19, en una pequeña habitación de ambiente cargado y solo lo imprescindible (una litera, dos camas, sábanas y mantas, una taquilla, una estufa y una nevera), nos han recibido y nos han relatado las peripecias que han sorteado para no perder en el camino a sus dos hijos, el cariñoso Mohammad y la mayor, Fátima, postrada en la cama. Y aquí estoy yo ahora, en el asiento 6A del vuelo LH1828, tecleando mi iPad mientras una chica me ofrece café, Coca – Cola, cruasán, y yo le digo “no, gracias”, pero no le digo que no tengo el estómago (ni la conciencia) para bollería. “Dos horas y en casa”, me digo. ¡Y zas! Qué gran paradoja: nosotros, deseando dejar Múnich, la ciudad que encarna el paraíso para centenares de miles de personas que darían no ya 250 euros, sino todo lo que tienen en la vida (salvo la propia vida), por llegar a Baviera, puerta de acceso a Alemania del éxodo que recorre Europa de Este a Oeste. Las preguntas bullen en mi mente, y colisionan con los reproches. “¿Tendría yo el coraje, la fuerza y la determinación necesarios para emprender un viaje de 6.300 kilómetros con una niña con parálisis y un niño de un año? ¿Por qué ellos y no yo? ¿Cuál es la diferencia?”, me pregunto, y concluyo que la única diferencia la ha determinado un aspecto tan aleatorio como el lugar de nacimiento. B5, Bilbao; J9, Kabul. Dos cuadriculas nos separan en un atlas, pero un mundo nos distancia, y más ahora que el avión sobrevuela los Alpes suizos y la azafata nos entrega una revista en la que se vende champagne y relojes a precios obscenos.
Llegué el jueves a Múnich, con la delegación de EAJ – PNV que participó en el Consejo Político del Partido Demócrata Europeo (PDE). Un encuentro dedicado casi en exclusiva a la crisis de refugiados, un drama que, como madre, me tiene conmocionada. Fue por eso que cuando, a media tarde, Gabi Schmidt, parlamentaria bávara, me invitó a visitar la estación central de Múnich, a la que cada día llegan trenes con centenares de personas procedentes de Siria, Irak, Afganistán o Eritrea, no lo dudé. Una vez allí, me sorprendió el dispositivo, coordinado por un grupo de voluntarios. El mito del egoísmo alemán comenzaba a tambalearse. Primero, comida básica y bebidas calientes. Después, registro e inscripción, revisión médica preceptiva, dispositivos para la higiene personal, ropa de todas las tallas, traductores 24 horas… La pasada semana llegaron 10.000 refugiados en dos días. “Ha llegado el frío. Nos vimos desbordados, pero pudimos organizarlo todo. En Baviera hay una experiencia de más de 60 años recibiendo refugiados”, me cuenta Gabi. Llega un tren. De él se apean varios jóvenes. “Parecen paquistaníes”, nos dice la jefa del operativo. Aparecen tres adolescentes, 16 y 17 años, muy sonrientes, de aspecto magnífico. Se abrazan a todos los voluntarios. Son refugiados. Se alojan en un centro de acogida y hoy han venido a dar las gracias por el trato que recibieron cuando, tras tres semanas de angustia, llegaron a esta estación. Vienen también a ofrecer su ayuda. “Es frecuente esta reacción”, ilustra Gabi. “Muchas mujeres, aún débiles y asustadas, se empeñan en ayudar con la limpieza, la comida, la atención a otras personas… Es impactante porque, en verdad, son ellas las que necesitan atención”.
De la estación a un centro de acogida. Allí conocí a un joven sirio que esa noche compartiría pabellón con 50 personas, a la espera de un destino en algún lugar de la Unión Europea. No puedo olvidar la fuerza de su mirada, la energía de su relato, su esperanza arrolladora en un futuro mejor, el brillo de sus ojos (de nuevo los ojos), ahora pizpiretos porque llega su mujer con una sobrina en brazos. Parte de la familia ha logrado reagruparse en Múnich. Llevan 23 días aquí. No se arrepienten de su decisión, pese al calvario, pese al miedo vivido. “Era mayor el temor a que una ráfaga acabara con la vida de mi mujer o que una bomba cayera sobre nosotros, viniera de quien viniera. Allí, en Siria, todos matan. Eso es miedo. Esto es esperanza”, nos cuenta en un buen inglés. Su padre, granjero en el Golán, junto a la frontera con Israel, murió bajo las bombas que arrasaron su propiedad. “¿Volver? ¿A dónde? ¿Cuándo? Claro que amo mi país, pero ahora necesito una vida para mi mujer, una vida sin miedo”. La palabra ‘miedo’ está omnipresente. El miedo que tuvieron que superar cuando, tras días de travesía, tras pagar una ingente suma de dinero, lograron embarcar “en un pequeño bote al que aquel hombre llamaba barco”. En él se amontonaban más del doble de personas para el que fue construido. “Tuve miedo, pero no por mí. Miedo de perder a mi mujer. Había visto imágenes de náufragos en televisión, ahora éramos nosotros los que estaban allí”. Él jamás se imaginó en una situación tan desesperada. ¡Ellos eran diferentes! Hoy son refugiados y asisten a clases de alemán gratuitas, impartidas por voluntarios. La leyenda de la insolidaridad germana se derrumba como un castillo de naipes.
Viernes. Jornada de trabajo. El objetivo, aprender de la experiencia bávara: planificación y racionalización del gasto para sacar el mayor rédito a cada euro invertido en traductores, en catering apropiado para ancianos y niños enfermos, en dispositivos de higiene – duchas y WC – , etc. Dos representantes del Gobierno Vasco, Mikel Burzako y Mikel Antón, asisten para obtener la información que permita al Ejecutivo de Iñigo Urkullu ofrecer una acogida digna, solidaria y responsable a los 1.000 refugiados que podrían llegar a Euskadi en noviembre. Pero Europa es diversa. Colegas del PDE portugueses y griegos nos trasladaron la dificultad que para ellos entraña implementar políticas solidarias en el marco de la crisis económica que padecen. Incluso en Alemania se alzan voces críticas que apelan a las viudas con hijos a su cargo y menos de 500 euros al mes.
Durante la comida surge la posibilidad de visitar el mayor centro de primera acogida de Alemania. Andoni Ortuzar, presidente del EBB, y yo nos levantamos sin acabar. Mucho tráfico, inmensas avenidas, tiendas de lujo, enormes edificios acristalados, coches de alta gama… En media hora llegamos al antiguo destacamento del Ejército que cada día acoge a 2.000 personas, hasta que son realojadas en centros permanentes. Algunas sólo estarán aquí 24 horas. Accedemos. A ambos lados, barracones, ahora reconvertidos en comedor (una de las tres comidas diarias es caliente), en almacén de ropa, en ambulatorio (con atención ginecológica), en guardería… “La guardería está hoy cerrada porque hay niños con piojos”, nos dicen. “En París también tienen piojos los niños”, comenta una compañera del PDE. “Y en Roma”, se oye. Y todos compartimos anécdotas de piojos en un intento desesperado de aliviar la tremenda impresión que genera el ver, saludar, hablar y abrazar a estas mujeres heroicas, a estos niños y niñas felices pero lastimados, a adolescentes que huyeron solos… Una chavalita en avanzado estado de gestación nos saluda ruborizada.
Los barracones están decorados con preciosos grafitis y dibujos de artistas alemanes. El retrato de una madre con dos hijos me paraliza. No logro apartar la mirada de aquellos ojos tristes y, a la vez, llenos de vida. Accedemos a un edificio habilitado como residencia. Charlamos un rato con varias familias. Y conocemos a los padres de Fátima y Mohammad. Han huido del horror en Afganistán. Reparamos en la silla de ruedas. Es de Fátima, una preciosa niña de 8 años con una importante discapacidad que descansa en un colchón ajena a nuestra presencia. Más despierto, Mohammad no duda en venir a mis brazos. Me abraza, le abrazo. Su calor, su respiración, detienen el tiempo. Ahora Mohammad busca a su madre con la mirada. Se lo entrego. Me sonríe.
También es afgano y Mohammad un chico simpático, bien parecido y educado, estudiante de bachillerato, que conocemos en la tienda. Al llegar al centro, todos eligen una primera prenda en el pabellón donde se almacena la ropa que recogen los voluntarios. Al tiempo, la organización (financiada por el Gobierno bávaro) les da dinero para que puedan comprar ropa nueva y barata en la tienda. Fuera, un improvisado mini campo de fútbol. Mientras unos regatean, otros adolescentes charlan bajo unos árboles y dos mujeres se alejan con sus maletas.
La visita toca a su fin. Tres niños juegan con unas bicis junto a la puerta de acceso. Se nos acercan. Son parlanchines, y son amigos. Es posible que se hayan conocido hoy, o ayer, pero son amigos, y no les importa que uno sea árabe, otro sirio y otro afgano. Subo al taxi. Cojo el móvil, pero no puedo activarlo. Me tiembla la mano. Miro atrás por última vez. Los tres niños hablan con un miembro de la seguridad. Les susurro un ‘agur’, les envío un beso, les deseo lo mejor, les dejo atrás… Creo que ahora son mis ojos los que brillan.
El avión va a aterrizar en Loiu. Tengo que apagar mi iPad, no mis recuerdos. Espero que, esta noche, el chico del casillero J9 sueñe con un lugar en el que vivir, más allá de un lugar donde sobrevivir.
La única diferencia entre ellos y yo es algo tan aleatorio como el lugar de nacimiento. B5, Bilbao; J9, Kabul
No puedo olvidar la fuerza de su mirada, la energía de su relato, su esperanza arrolladora en un futuro mejor
Aquel hombre llamaba barco a aquel pequeño bote. Yo había visto náufragos en televisión, ahora
nosotros estábamos allí
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