Opatovac, una ciudad de lona para los refugiados
La Razón, , 19-10-2015Todos tenemos sueños, ¿no? ¿Por qué tantas personas los pierden? Porque algunas veces, ante las circunstancias adversas, ante la huida del hogar hacia un mundo desconocido por la guerra, nadie se permite fantasear, ni siquiera pensar más allá del instante presente. Las personas que con acentuada paciencia esperan para atravesar el corredor fronterizo entre Serbia y Croacia y llegar al campo de refugiados de Opatovac han perdido sus rasgos distintivos, sus singularidades personales y se han diluido en la terrible democracia de la migración forzosa. Mantas de Acnur, maletas sin ruedas, chubasqueros roídos por el viaje, mochilas repletas… Ése es el paisaje que los hermana, que los vuelve iguales, a pesar de sus diversos orígenes.
Son las primeras horas de una mañana brumosa y llegan los primeros refugiados. Serán unos cien, aproximadamente, custodiados por varios policías serbios que les obligan a caminar en dos filas paralelas por una carretera recién asfaltada. Hombres, mujeres y niños obedecen unas órdenes que no comprenden, porque ningún agente fronterizo les habla en su idioma. En un punto intermedio son recogidos por los guardias croatas, antes de subirlos en los autobuses preparados para llevarlos al campo de refugiados.
Ni Serbia, país candidato a ingresar al grupo de los Veintiocho, ni Croacia, a pesar de formar parte de la Unión Europea, se encuentran en el espacio Schengen y, por tanto, ambos países mantienen sus fronteras oficiales reservadas para el tránsito de vehículos y personas con pasaporte europeo o visado. A los que vienen desde las lejanas tierras de Siria, Eritrea o Afganistán pidiendo asilo les han creado un corredor artificial para verlos pasar con rapidez. No se les permite mezclarse con aguellos que no son refugiados ni, mucho menos, utilizar la misma frontera.
Antes de llegar al campo de refugiados levantado en Opatovac, la Policía croata les permite detenerse en varios puestos ambulantes, en los que el personal de Acnur y otros voluntarios anónimos reparten bebidas calientes: leche, té, café. También les ofrecen algunos dulces de masa azucarada, como una suerte de pestiños, que acompañan con algo de fruta. El hambre, caminando por esas fronteras históricas, es puro sonido, voces, gritos y hasta exclamaciones de asombro cuando nos acercamos a ofrecerles nuestra ayuda. «Venimos de Siria y nos gustaría trabajar en Alemania de soldadores», nos aseguran dos jóvenes que dicen ser hermanos. Es difícil comprobarlo, pero piensan que eligiendo Siria, tierra ahora mismo infernal, como país de procedencia, tendrán más posibilidades de ser acogidos.
Le guardamos las pertenencias a un matrimonio joven mientras dan agua a sus dos hijos y acuden a recoger comida y fruta. Cuando regresan al lugar donde nos encontramos nos agradecen el gesto con inclinaciones de todo el cuerpo, mientras le damos una bienvenida («You are welcome») que no entienden pero que ellos corresponden con una leve sonrisa.
Esos rostros de caras inquietas que acaban de emerger de la profundidad de un camino desconocido tienen clavada la intranquilidad en la mirada. Dóciles y solícitos a lo que les demandan (dos policías les gritan: «Mantened el orden en la fila» entre gestos grandilocuentes), tendrían la oportunidad de huir, si quisieran, porque la vigilancia no era excesiva, pero no lo hacen. Están rotos por el agotamiento y arrastran un pasado de balas y muerte. Obsesionados por evitar un desfallecimiento, se guardan todo tipo de alimento en sus mochilas y bolsos.
«Necesitamos medicamentos –nos reclama un señor de mediana edad– para las personas enfermas, por favor». Sin embargo, en el puesto fronterizo no se pueden dispensar medicinas. Le tranquiliza una voluntaria de Acnur que le indica que haga la petición en el campo de refugiados, donde será atendido con toda certeza. La escena es dura y desprende un primitivismo humano, una combinación de gestos rudos y almas cándidas que nada tiene que ver con la compasión.
La operación se repite durante toda la mañana con una vivacidad de mercado de abastos. Sin embargo, en esa zona fronteriza la esperanza está encapsulada, como si aún fuese la zona sombría en la que la gente se enfurecía, derramaba sangre y experimentaba visiones y éxtasis no hace muchos años, en aquella detestable guerra suicida de los Balcanes. Cada media hora sale un autobús destartalado camino de Opatovac, un pueblecito de apenas dos mil habitantes, sufridor y amable con los refugiados, que ha levantado una ciudad efímera de lonas blancas y verdes, de cierta tosquedad guerrera, sí, pero de una eficiencia a prueba de bomba con capacidad para 7.000 almas. Esas tiendas de campaña se han convertido para los refugiados procedentes de Serbia en una pensión en la que reparar el cansancio; en un hospital en el que seguir alimentado la ilusión de llegar a su destino. En el fondo ya es un triunfo encontrarse en ese mar desmontable y esperar. La siguiente etapa es la frontera con Hungría.
Al anochecer, el campamento de Opatovac puede ser el lugar del mundo desde donde se divisen más estrellas en el cielo. Como supuramos metáforas por los cuatro costados, nos cuestionamos: ¿qué sucede en el alma de esos hombres, mujeres, adolescentes y niños que llegan al refugio con el signo de interrogación a cuestas?
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