Pequeños errantes en un mar adulto
Los niños no acompañados acaban custodiados por la policía en un calabozoLa mayoría de las madres que meten a sus hijos en las barcas huyen de la guerra
El Mundo, , 11-10-2015Llegan a Europa vestidas de domingo. Kamar y Samar llevan la guerra siria en la tristeza de sus ojos y ocho días de viaje desde Alepo en las ojeras. No se quejan. Una patrullera griega las rescató en plena noche, junto a otras 30 personas, después de luchar cuatro horas contra el mar rumbo a ninguna parte. Sus abrigos marrones, sus zapatos de la señorita Pepis y su lazo en el pelo es lo único que conservan de la vida que dejaron atrás, sus mejores galas. Su familia pagó 1.200 euros por una plaza en una barca negra con forma de ataúd por cada una. No hay opción. Es Europa o muere. Kamar y Samar han tenido mucha suerte. Sus padres viajan con ellas atravesando seis kilómetros de mar negro como la tinta.
–¿Por qué habéis venido a Grecia?
El padre no habla inglés, pero se sirve de cinco palabras:
–Bashar Asad. House bombing. Nothing.
En este punto abre las palmas de las manos. «Nothing» [«Nada»], repite.
Ellas miran alrededor pero no hablan. Están paralizadas de hambre, espanto y frío. Acaban de hacer el viaje de sus vidas.
Lo peor que le puede pasar a una niña como Kamar o Samar en el Egeo es ahogarse, como le pasó al pequeño Aylan Kurdi, el icono de esta crisis de refugiados. Quizá lo segundo peor es lo que le sucede a Abdel, de 15 años. Nada más poner pie en tierra europea lo detuvo la policía griega y lo metió en los calabozos de la isla. ¿Su crimen? Ser eso, un menor que viaja solo, sin familia. Esta es la solución que han encontrado las autoridades locales, custodios por ley de los siete menores que llegan a la isla sin su familia, pero incapaces de proporcionar un lugar más adecuado que una celda que comparten con 12 adultos. Se cree que más de 10.000 menores no acompañados como ellos han cruzado a nuestro continente por esta ruta. ¿Las razones? Muchos han quedado huérfanos o han mandado a parte de la familia hace meses a Alemania. Al ver que han tenido éxito en su camino a Europa, mandan ahora a otros miembros que quedaron atrás junto a amigos o vecinos.
«Como no hay un centro de menores en Kos, decidieron meterlos en una celda para tenerlos controlados. Sus condiciones de vida son lamentables», dice Elisa Galli, la responsable de Médicos Sin Fronteras en la isla. «Me paso el día escribiendo cartas al Gobierno, a la policía griega, a la Unión Europea, para cambiar esta situación. Nadie hace el menor caso». ACNUR está luchando por alcanzar un acuerdo con las autoridades locales para llevar a estos menores a otro lugar más adecuado. Uno de sus trabajadores revela que los llevan esposados de un lado a otro, sin saber qué hacer con ellos. «Están esperando a trasladarlos a Atenas, pero la burocracia es lenta». De la comisaría de la ciudad de Kos los trasladaron la pasada semana a otra a 20 kilómetros de allí, donde siguen entre rejas.
Las guerras de Siria, Irak o Afganistán las cuentan siempre los militares, con sus imágenes de satélite y sus vídeos de bombas cayendo con fondo verde. Ese relato nunca incluye a los niños, cuyas historias han quedado enterradas bajo la estadística. En esta crisis migratoria, los niños suponen un 38% de esos 400.000 refugiados que han cruzado el Egeo. La mayoría van acompañados por sus padres, pero algunos no. Algunos como Ahmed, de 14 años, que viaja desde Latakia con su hermano, de 22. «¿Qué país es mejor? ¿Alemania o Bélgica? ¿Europa está bien para vivir?», pregunta al periodista antes de subir al barco hacia Atenas. Cualquier lugar mejor que Siria.
Todos desembarcan en las playas descompuestos por el viaje y agotados por el esfuerzo, pero los sirios llegan aún peor. Después de cuatro años de conflicto, los que alcanzan Grecia lo hacen al límite, muchos desnutridos o con heridas cerradas con cirugías de urgencia, sin prótesis. Las muletas de madera abundan entre los adultos. Kos es hoy el sumidero humano de muchas de las guerras del mundo. Todos dicen lo mismo cuando se les señala la pierna: «Guerra. Bombas».
Zayd es un niño iraquí que se aloja con su padre en el hotel Oskar, uno de los que ofrece habitaciones económicas a los refugiados. Tiene parte del cuello abrasado y el rastro de una esquirla en la mejilla que parece el beso con pintalabios de una novia. Lo mismo que todos: «Guerra. Bombas». Su compatriota Abubakar lleva a sus dos hijos lejos de Tikrit, donde los yihadistas han puesto precio a su cabeza: «Escapé de Irak porque Sadam Husein perseguía a los kurdos como yo. Me fui a Londres como refugiado a estudiar inglés y volví a Irak en 2003 para trabajar como traductor para las tropas de EEUU». Abubakar intentó cruzar 15 veces desde Turquía sin éxito. «Ahora el Estado Islámico sabe que colaboré con los americanos y quieren matarme a mí y a mis hijos. Me he escondido en Irak dos veces, he cambiado de teléfono. Da igual. Ellos siempre me encuentran y vuelven a llamarme para decirme que me matarán».
–Pero puedes morir aquí, en el Egeo
–Aquí nos jugamos la vida, pero en Irak la perderíamos al 100%.
La policía no ha detectado a unos cuantos menores que han hecho solos el trayecto porque aún no se han registrado en la oficina de ACNUR. Amelie, una niña camerunesa de 14 años, espera de madrugada en el puerto a que crucen esos seis kilómetros entre Turquía y Grecia un grupo de compatriotas con los que comparte viaje. Su madre la espera en Montpellier. «Vienen en un bote ocho personas. Me llamaron a las cuatro para decirme que ya salían». Amelie pregunta la hora. Son las siete y está amaneciendo. Llama una y otra vez al teléfono de su amiga. Está en medio del mar, sin cobertura.
Abdulá, de 14 años, también ha llegado minutos antes en una patera con su hermano mayor. Preguntarle a estos niños por su origen es un repaso a la geografía del horror sirio: Homs, Raqqa, Kobane… Abdulá viene desde Alepo, una de las ciudades mártires de la guerra. «He pasado mucho miedo en el barco. Es muy peligroso, pero quiero ir a Europa para estudiar y ser profesor», afirma. Su travesía cuenta ocho días desde que salió de casa, pero no ha hecho más que empezar.
Mientras que en nuestro mundo la gente acuesta a sus bebés, una pareja de Deir Ezzor, ciudad controlada por el Estado Islámico, mete a Fátima, de seis meses, en una barquita de juguete con ocho paquistaníes en una zona costera cercana a Bodrum. Desde que murió Aylan en una playa turca, los traficantes han lanzado una oferta tentadora: niños a mitad de precio. Bebés gratis. Esta misma semana han encontrado, flotando en una playa de Psalidi, en Kos, a dos bebés ahogados. No lo busquen en las noticias. Como no había fotógrafo para retratar sus cuerpos en la arena las noticias les han ignorado.
Hacia esa misma playa, a las siete de la mañana, viaja Fátima, mientras que su padre rema descalzo en la proa con todas sus fuerzas como si le fuera la vida en ello. Porque le va la vida en ello. Apenas consiguen mantener un rumbo por la corriente. Cuando llegan a la arena, el padre, Suleimán, no tiene fuerzas ni para sonreír cuatro horas después de salir de Turquía. Fátima, empapada bajo una manta, llora de hambre y sueño. Su madre saca el móvil de una funda de plástico para que no se moje y hace la llamada a la familia que quedó en Siria: «Hemos llegado».
–Suleimán, ¿cuanto os costó venir en este bote con la niña?
–El dinero que haga falta para salir de Siria. Los billetes no sirven de nada si estás muerto.
Vea en ELMUNDO.es el vídeo-reportaje de Luis Núñez-Villaveirán.
UN VIAJE ENTRE DOS ORILLAS
Enterrados bajo las estadísticas del año de los récords migratorios, 400.000 personas con nombres y apellidos, han cruzado a Europa huyendo de bombas, decapitaciones, limpiezas étnicas y pobreza sin horizonte. Esta es una serie de pequeñas historias entre dos orillas, la turca y la griega, con los individuos como protagonistas: héroes de sí mismos, oportunistas, santos y criminales. Todos ellos saben que se trata del viaje de sus vidas, atravesando al menos seis países, usando tren, barca, taxi, autobús y las propias piernas. La gran mayoría gasta sus últimas reservas económicas, cosidas en bolsillos interiores fuera del alcance de policías corruptos y mafiosos, con el teléfono como principal herramienta para meterse en el juego de los traficantes, los grandes beneficiados de este éxodo sin fin. La mayoría de estas almas errantes son sirias, aunque la Siria que ellos conocieron ya no existe. A todos les asusta la negrura del mar, con cuatro a seis kilómetros de travesía en plena noche, pero tienen claro que es mejor jugársela ante el Egeo que ante las bombas de Asad, Putin, Obama o el Estado Islámico. Cuando cruzan, les espera la hosquedad de la policía griega, los trenes abarrotados de Macedonia, los muros de Orban en Hungría y los ‘tratantes’ de personas en Austria, pero han superado la prueba más dura: el mar cruel.
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