Tribuna abierta

Carta desde el Danubio

Deia, Por Arantzazu Amezaga, 06-10-2015

CAÍA el sol naranja en el horizonte plano hacia donde discurría el Danubio. Permanecía en el ferry que cruzaba el río, junto a una amiga a quien durante cincuenta años no había visto, pero que merced al milagro de internet nos habíamos reencontrado en aquel lugar del mundo, ajeno para mí pero cercano para ella. Aunque el silencio era absoluto, nos pareció escuchar el trajinar de la multitud por la cercana frontera serbia e hicimos, con el corazón roto, rememoración de nuestras vidas, como hijas de europeos refugiados en Venezuela.

A sus padres les arrebataron la hacienda y por poco la vida, nazis y comunistas; a los míos, franquistas y nazis. Gente honorable, resultaron proscritos, expoliados y extranjeros pese a la benevolencia del acogimiento americano. Sus hijos tuvimos que levantarnos desde la nada y luchar para obtener las generosas ofertas educativas y laborales de Venezuela. Mi reto fue aplicar el lema una persona, un libro. El de ella, enseñar idiomas. A través de las palabras, acceder a la comprensión para lograr la tolerancia. Y señalando ambas, ya que éramos producto de eso, que la raíz de los conflictos está en la intransigencia de la gente que arbitra quiénes son buenos o malos, cuánto de bueno o malo tiene una ideología y aplican castigo por la fuerza de las armas y el poder de la corrupción. Los que no aman a la humanidad a la que sirven sino que se sirven de ella según su egoísta y brutal entender.

Emprendido el tremendo reto de ser americanas pese a ser europeas, nos llegó el turno de decidir nuestra nacionalidad. No fueron Venezuela ni Euskadi ni Hungría las que nos preguntaron dónde radicaba nuestra ciudadanía, sino que otras fuerzas anímicas, profundas y profusas, fueron las que determinaron la adopción de semejante decisión. A mi amiga le ha tocado hacerlo rebasados los 70 años, incapaz de vivir en una Venezuela donde no existe la seguridad ciudadana ni el disfrute de ninguna otra seguridad. Así que regresó sobre la huella de sus padres a Hungría. Recorrimos la bulliciosa Budapest, con cierto matiz melancólico en sus edificios de corte igualitario y militar en sus extramuros, y nos internamos en el metro y en autobuses modernos que cumplen el horario, en dirección al interior de la llanura, atravesando pueblos que conservan sus bellas estructuras tradicionales. Observé gente recogiendo de los verdes campos la roja pimienta con la que elaboran su salsa paprika. Los maizales se extienden por el horizonte, próxima la recogida de las mazorcas. De vez en cuando se ven carros tirados por caballos, y en cuanto nos acercamos a la frontera, presencia militar.

Percibí el temor de los húngaros hacia los refugiados. Ese recelo ancestral hacia lo desconocido que puede resultar un viraje a formas de vida que quieren olvidar en su nuevo quehacer político y social. Pero mi amiga sentía compasión por aquellos desventurados que le recordaban a sus padres y a sí misma en su exilio reciente. Un familiar me mostró la casa devuelta a la familia tras el expolio comunista, hecha una ruina y transformada nuevamente en un hogar. Pero se niega a quitar la escultura del militar que la ocupó. Quiere que los nietos de sus nietos recuerden la atrocidad de la usurpación. “Basta ya – me dijo con un gesto terminante el viejo hombre sufridor de exilios y retornos – , nunca más fuera de casa rumbo a la tierra de nadie”.

En el atestado y desordenado aeropuerto de Budapest, pude hablar con una joven cooperante que llevaba 15 días en la frontera de Hungría y Serbia. Me habló de los bebés que morían de sed y pulmonía (recetaban, en última instancia, antibióticos caducos); de adolescentes sin padres condenados a la caminata sin tregua hacia Alemania, hechos hombres a ritmo de jornada, duros pese a su ingenuidad; a las mujeres con los vientres y tobillos hinchados, los ojos rojos de tanto llorar. A los hombres impotentes de cuidar a su familia.

Ninguno de ellos entiende, me confió la cooperante, la horrible dilatación de su guerra. Los que rigen los destinos de Europa y el mundo han debido prever, ya que no han podido detener la conflagración, esta inmigración doliente que cree encontrar la bonanza en Alemania. “¿Qué se puede hacer?”, pregunté con mi viejo dolor revivido. Y ella me contestó, con esa amargura que supura el problema nunca resuelto de la migración humana, que “ya que las autoridades europeas no se aclaran, que las gentes que gozan de los beneficios de la paz envíen a las organizaciones agua, pan y medicamentos, que se presenten voluntarios. Necesitan nuestra ayuda y compasión. No todo es culpa de Hungría – añadió en tono suave – , el problema les desborda porque tienen miedo”.

Recordé la frase de Spinoza: “No hay miedo sin esperanza ni esperanza sin miedo”, pero evoqué, mientras el avión levantaba proa hacia el cielo, al titán Prometeo castigado por los dioses por dar el fuego a los humanos. Aunque su gran don, y quizá por eso su castigo fue tan extremo, fue mayor: hizo anidar en el corazón de los humanos la ciega esperanza. Sin ella no nos podemos enfrentar al destino.

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