Solidaridad con los refugiados

Deia, Por Fabricio de Potestad, 05-10-2015

TRAS cuatro años de guerra civil en Siria, en la que grupos rebeldes tratan de derrocar el régimen dictatorial de Al Asad, cientos de miles de sirios se ven obligados a abandonar sus casas y todas sus pertenencias con el único fin de encontrar un refugio seguro en Europa. Y huyen de ese infierno en concreto hacia Europa, no solo por su proximidad geográfica, sino porque consideran que es el continente de la riqueza y la tierra de la libertad y de los Derechos Humanos.

Sin embargo, a pesar de asistir a una de las mayores crisis humanitarias de nuestro tiempo, la respuesta de la opulenta y civilizada Unión Europea está siendo lenta e inmoral. Trágicamente, muchos ya han perdido la vida al intentar su dramática diáspora hacia Europa, e intuyo que muchos más la perderán. Y es que, como dice Jean – Paul Sartre, “cuando los ricos hacen la guerra, son los pobres los que mueren”. Mientras el drama continúa, la UE cierra sus fronteras y discute, sin prisas, sobre el reparto equitativo de refugiados que cada país miembro debe acoger en el interior de sus límites fronterizos, esas líneas imaginarias que se revisten de aduanas, muros o disuasorias y peligrosas alambradas, que no tienen una explicación racional, más allá del poder de quienes las trazan, con el fin de proteger sus intereses económicos. Quizá por eso afirma el astronauta ruso Serguéi Krikaliov que “lo que desde arriba no se ve son las fronteras”.

Este éxodo forzoso se produce como fruto del miedo, de la necesidad y de la desesperación, no como consecuencia de una decisión libre ni caprichosa. Se trata, sencillamente de la población civil siria que huye aterrada de la crueldad bélica ante el temor de perder su vida. Por desgracia, el sufrimiento de todas estas personas no finaliza una vez que han logrado huir de su país, sino que continúa durante su arriesgada odisea e incluso persiste al llegar a las puertas de Europa, en cuya frontera se ven vergonzantemente retenidos en condiciones precarias, hacinados, mal alimentados, sin higiene y sin saneamiento adecuado.

Lejos de su país, separados de sus familias y con la incertidumbre de qué pasará mañana, al final, son ellos, los refugiados, los que se quedan solos con su confusión enajenada, con sus lamentos, con su pobreza, con una historia cercenada y un porvenir incierto en un asentamiento nuevo, lejano y distinto, donde falta el pasado y el futuro se muestra hostil. Y todo para ser distribuidos eucarísticamente entre los lazaretos de la indigencia y la caridad europea. Algunos tan sólo encuentran la muerte en su desesperada y enlutada huida. Al final, tan sólo quedan cadáveres que no son de nadie, víctimas que ni siquiera son de Dios, seres humanos desesperados, soledades de una guerra, toda la indignación de la barbarie humana. No es difícil entender que aquellos a los que tan solo les queda el miedo a los disparos y a las bombas arriesguen su vida. Los desheredados sirios huyen pues de la violación sistemática de los Derechos Humanos, pero sobre todo de la muerte. En estas condiciones de sufrimiento, la inmigración se convierte en el comportamiento racional más elemental. Y vienen a Europa porque se presenta como el escaparate del éxito de una sociedad de consumo, como modelo y referencia obligada en todo proceso de libertad, desarrollo y modernización, aunque al llegar a sus fronteras se encuentran ante una realidad en la que la fantasía y la ilusión apenas tienen sitio, quizá porque tan solo sea un espejismo, la falsa apariencia del país en el que recalan, del que esperan, desesperados, ser llamados por su nombre. Y ante el profundo desgarro de quien hubo de alejarse de lo que más amaba, no existe más respuesta que el acogimiento digno, solidario y hospitalario.

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