Atrapados en el limbo turco

Miles de refugiados yazidíes y kurdos malviven sin educación y sanidad ni recursos para poder viajar a Europa

El País, NATALIA SANCHA, 25-09-2015

“Somos realistas. Ni Alemania va a traernos un billete para Europa, ni podemos regresar a nuestro hogar. No podemos elegir”, señala Bakisa Barakat, de 60 años. De semblante apacible y ojos tristes, viste de blanco, el color de luto para los yazidíes. El blanco asoma en cada tienda de esta silenciosa comunidad, recuerdo de las más de 5.000 víctimas a manos del grupo Estado Islámico (EI), en la violenta ofensiva de agosto de 2014 en el norte de Irak.
/ N. SANCHA
Katina Mohamed y su vecina Yida, dos refugiadas yazidíes, en su casa de Diyarbakir, al sur de Turquía, el 12 de septiembre.
Las familias Barakat y Mohamed cumplen este mes un año de exilio en Turquía, tierra de acogida para casi dos millones de refugiados. Los primeros son iraquíes yazidíes del monte Sinjar, una confesión que mezcla zoroastrismo, cristianismo e islam, y a quienes los yihadistas consideran paganos y, por tanto, objetivo de su violencia. Los segundos son kurdos de Kobane, pequeña localidad en el norte de Siria, arrebata al EI a principios de año por milicias con apoyo de EE UU.
Ambas familias viven en la localidad de Diyarbakir, a unos 120 kilómetros al norte de la frontera siria. Sin recursos, no tienen ni adonde ir ni hogar al que volver. De sus casas solo queda un montículo de piedras y marcos de puertas resquebrajadas.
En un campamento a 20 kilómetros de Diyarbakir, 3.000 yazidíes que huyeron del EI viven su particular limbo. “Han sufrido mucho, por lo que temen a todo y no se mezclan fácilmente con otras comunidades”, comenta Pinor Kaya, de la ONG turca STL.
Con la mirada perdida, Bahar Barakat, de 28 años, nuera de Bakisa, relata cómo tuvieron que huir con lo puesto cuando el ataque les sorprendió de madrugada. “Despertamos ante los gritos de vecinos que estaban siendo degollados. Salimos descalzos, en plena oscuridad”.
Seis días de pesadilla
A esta familia no le queda energía para narrar la pesadilla de seis días que vivieron en el monte Sinjar. Bahar no ha vuelto a ver a su hermana, secuestrada por el EI. “Sentada en esta tienda hora tras hora, día tras día, el tiempo se convierte en un lastre para la mente”, afirma Bakisa.
Hace un año también que Katine, de 53 años, y Jamel Mohamed, de 55, huían de Kobane. El EI provocó una estampida de hasta 350.000 almas que se agolparon durante varios días ante las verjas de la frontera turca. “Nos dijeron que aquí los vecinos nos acogerían bien y además podemos hablar kurdo”, afirma Jamel. Muchos de los que han logrado regresar a Kobane son testigos ahora de una ciudad arrasada, sin infraestructuras o comida.
Acogidos por el Gobierno turco, no pueden sin embargo disfrutar de escolaridad o servicios médicos. Reunir los 28.000 euros que necesitan de media muchas familias para un pasaje ilegal a Europa es un lujo fuera de su alcance. Centrados en la supervivencia diaria, los refugiados recurren a pequeños trabajos como la recogida de plásticos entre basuras por entre tres y seis euros diarios. Los más jóvenes hacen lo propio en las obras como peones.
Pero numerosos hombres han quedado invalidados para el trabajo de canteras. “Los traumas de la guerra han acabado por mutar en enfermedades crónicas, inhabilitándoles para el trabajo”, comenta un trabajador social de STL.

“Estamos muy agradecidos, pero ahora vivimos con ropas usadas de vecinos, y de los restos que nos dan. Es muy duro verse así. Yo construí un hogar”, dice Faruk Qanawaki, a quien dos años atrás le amputaron la pierna izquierda por problemas de diabetes. “En un solo día, perdí 60 años de mi vida. Solo quiero volver a mi tierra y morir allí”, dice el septuagenario, enjugándose las lágrimas.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)