Fronteras
Canarias 7, , 22-09-2015
Es muy probable que desde que surgieran las primeras diferencias entre grupos de homo sapiens por la disputa de una pieza de caza, comenzaran a delimitarse las fronteras. Los confines son una manifestación arcaica de territorialidad, lo que los convierte en un de síntoma de animalidad predominante en el hombre. Han sido fuente de no pocos conflictos a lo largo de la historia. Y con el tiempo, se convirtieron en sinónimo de rechazo, control, defensa o esperanza.
Su papel sigue siendo el mismo que cumplieron en el pasado los bastiones: la protección de lo que está dentro de las murallas.
Pero desde que hay fronteras, ha habido gente que intenta cruzarlas. A veces, con ambición de conquista; otras, con intenciones pacíficas. En el pasado, casi siempre, los que pretendían sortear los muros eran invasores con no muy buenas intenciones. O eran desplazados que huían de una calamidad natural, de la miseria o de una agresión a sus países de origen. Todo movimiento migratorio transfronterizo suele obedecer a alguna de estas causas.
Frente a la invasión del propio país, uno tiene dos opciones: en el caso de jóvenes fornidos y bien dispuestos, en edad militar y, aparentemente, no impedidos, pueden defender el territorio patrio frente al agresor, como mismo lo hacen las valientes mujeres kurdas; o bien, pueden huir hacia zonas más seguras en busca de cobijo, siguiendo la máxima de vale más cobarde vivo… Ante el miedo a la guerra o a la desgracia, cualquier posición puede ser legítima y cada uno hace lo que su consciencia le dicte y sus bolsillos le permitan. Faltaría más. Pero en geopolítica pasa como con las patologías en medicina, mientras no se identifique la causa que provoca el síntoma, no se supera la enfermedad, como dicen los buenos médicos. Hasta que no se enfoque y resuelva el conflicto que incita a los desplazamientos masivos, el problema permanecerá irresoluto.
A finales de 1979, la antigua URSS envió tropas a Afganistán en apoyo del gobierno de Kabul para poner freno a la insurgencia de los guerrilleros talibanes. Poco después, Andrea Gromyko, el legendario ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, conocido en el argot de los pasillos de la diplomacia como Míster Niet, reconocía en privado, a propósito de la intervención soviética en Afganistán, que la URSS estaba haciendo «el trabajo sucio» para Europa y para los americanos. Y todo por la irresponsabilidad de EE UU en Irán, al dejar caer al Sha y permitir el ascenso al poder del fundamentalismo de Jomeini (…) El apoyo de EE UU y Occidente a la guerrilla afgana de los talibanes es una irresponsabilidad histórica decía entonces.
Y de aquellos polvos vienen estos lodos, podríamos decir hoy.
En el problema de los desplazados por los conflictos en Libia, Siria, Irak, Afganistán, Egipto, Túnez…, hay mucha responsabilidad de los gobiernos occidentales, pero sobre todo, mucha hipocresía. Como siempre, habla quien tiene que le digan. Los gobiernos que han hostigado, cuando no consentido mirando hacia otro lado, o apoyado la desestabilización en estos países, son los mismos que critican la postura del gobierno húngaro ante el flujo masivo de desplazados que intentan atravesar las fronteras. Pero es que, además, todos hacen exactamente lo mismo si no peor en sus respectivos confines. Basta advertir que Francia cerró el paso fronterizo de Ventimiglia para evitar la avalancha migratoria procedente de Italia; o qué me dicen del vallado instalado por España en Ceuta y Melilla y sus trágicas consecuencias; la misma Alemania, cerró, hace unos días, el espacio Schengen en su frontera con Austria…
El otro día me preguntaba un taxista en improvisada charla de recorrido urbano por qué creía que los refugiados sirios no se dirigían a otros países árabes más cercanos. Le contesté con franqueza que los motivos podrían ser dos: uno que se vean atraídos por una misteriosa fuerza que por desconocidas e incomprensibles razones los lanza hacia Europa. Pues sólo esto podría justificar que se ponga en riesgo la vida al afrontar en precarias condiciones una larga travesía por mar que va desde Turquía hasta Grecia o Italia. En lugar de dirigirse por tierra medio más seguro hacia otros países vecinos, de mayoría musulmana y cultura afín, como: Jordania o Turquía o Estados como Arabia Saudí, Catar y Emiratos (que son, además, demandantes y receptores de mano de obra foránea) o, incluso, Líbano.
La segunda razón puede ser que Europa se ha convertido en la tierra prometida de los condenados al éxodo de los países azotados por conflictos en la cuenca sur del Mediterráneo y parten a la aventura en busca de trabajo y bienestar. Pero esto le dije es hoy un espejismo. Las perspectivas de empleo y bienestar social son cada vez más inciertas en Europa, sin embargo, consiguiendo el estatus de refugiado, tienen derecho a asistencia económica básica para vivir. Lo que, supongo, no deja de ser un aliciente…
Así las cosas, me pregunto: ¿qué es preferible: combatir la causa o paliar los síntomas?
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