La zancadilla

Deia, Por Miguel Sánchez Ostiz, 18-09-2015

Tuvimos el camión, luego el niño ahogado y más tarde la zancadilla de la reportera húngara Petra László. Nos hemos conmovido y rasgado las vestiduras con indignación. Muchos se han puesto en la marcha de ayudar, de apoyar, de alzar la voz; han surgido iniciativas populares, las más, e institucionales. Esas imágenes han acabado siendo más impactantes que las de los últimos meses o años de inmigrantes en el Mediterráneo donde estos mueren a cientos. Pero está visto que una cosa son los refugiados sirios y otra los inmigrantes africanos de origen desconocido.

Zancadillas hay muchas, físicas y burocráticas, propinadas a refugiados, a inmigrantes o a ciudadanos autóctonos. Estos últimos años hemos tenido ocasiones sobradas de ver los impactantes testimonios gráficos de esas zancadillas, hasta la entrada en vigor de la Ley Mordaza que permite mostrar la brutalidad de la policía ajena, pero no de la propia.

Las imágenes que circulan del trato recibido por los refugiados no parecen mentir demasiado: la comida que se les arroja como si fueran animales, los campos de internamiento cerrados a los informadores y a organizaciones como Médicos del Mundo o Human Rights Watch, los malos tratos sistemáticos, las devoluciones en caliente… No tenemos imágenes de lo que sucede en los CIES abiertos dentro de nuestras propias fronteras, cerrados incluso a cargos electos, pero los testimonios que nos llegan caen en saco roto, no nos impactan, no dan cámara. Dar o no cámara. Conviene recordarlo.

Quien propinó las patadas y puso zancadillas, la reportera Petra László y sus pobretonas explicaciones, pasa ya a mejor vida informativa, esto es, a ninguna, a aquella historia universal de la infamia, borgiana, que queda obsoleta con el paso de los días a la par que se hace monumental. Siniestra fama la conseguida por Petra en el centro de la atención informativa como emblema de la infamia. No sé por qué lo hizo, si por odio, por conseguir una imagen más impactante o por dudosa autodefensa, como ella dice. Lo hizo. Unas personas que no tenían por qué fueron golpeadas y rodaron por el suelo. Lo que inquieta es lo que hay detrás de esas zancadillas, quiénes las apoyan desde la calle, los medios de comunicación, los cargos electos, las instituciones y los puestos de gobierno. Hay xenofobia y racismo, instintivos y en ocasiones organizados en muta improvisada, con consecuencias que se minimizan; los hay en países del oeste de Europa y también en países del este, cuyo pasado e historia ignoramos de manera paladina: Hungría, Rumanía, Ucrania… No todo son gestos nobles de ciudadanos que abren sus casas y bolsillos a los refugiados, o de sus instituciones comunitarias. La embajadora húngara habla de salvaguardar la composición étnica de Europa y algo así escuché en Bucarest, en el año 2008, respecto a musulmanes y judíos; por no hablar de la diplomática francesa en Turquía que vendía botes de goma y chalecos salvavidas a los refugiados para que cruzaran el mar… El éxodo es siempre un negocio.

Frente a la ruindad pública o privada, se alzan ejemplares las movilizaciones populares, los servicios sociales de ciudades y pueblos que raras veces salen en las primeras planas, que se organizan, que ofrecen, que recogen y organizan las ofertas continuas de ciudadanos. Leo que se ofrecen hasta patrones de barcos pesqueros por si pueden ayudar en el mar. Servicios sociales que urgen al gobierno la puesta en marcha de la acogida de los refugiados asignados por Bruselas… Imágenes de más o de menos, es mejor no olvidar la suerte de los miles de africanos que cruzan el Mediterráneo, donde se han ahogado unas 2.500 personas el último año, y preguntarse si no son también refugiados que huyen de matanzas y genocidios que ignoramos o preferimos olvidar, de guerras tribales, dictaduras siniestras, hambrunas, de miseria mortal. Y preguntarse si su suerte es, por alguna razón, de segunda categoría.

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