Tanto los refugiados como los inmigrantes no son bien vistos en Europa. Ni los unos ni los otros son bien recibidos en el viejo continente, aunque sus dirigentes se hagan selfis con ellos, o regalen mantas y juguetes a sus mujeres e hijos. Los refugiados y los inmigrantes, seamos sinceros, son una molestia imprevista para los líderes europeos, una mosca cojonera, que les gustaría apartar. Vienen sin traje ni corbata, sin maletines, sin zapatos de charol; algunos incluso descalzos, con los pies encallecidos. Traen hambre, sed, desesperación y su hijos lloran sin parar, porque están asustados y tienen sueño. Porque les gustaría tener una casa y una cama; porque echan en falta a su padre, su madre o sus hermanos que se quedaron muertos en su país, o en el camino, o retenidos por alguna alambrada en Hungría, o ahogados a unas millas de la isla de Lampedusa. ¡Es que tanto los caminos de Europa, como el mar Mediterráneo son tan largos, tan profundos, tan crueles! Tanto los refugiados como los inmigrantes son lo mismo, personas. Ambos son ciudadanos de tercera, según los rankings europeos, pero tal vez tienen más dignidad que usted y yo, y mucho más que János Áder o Viktor Orbán, presidente, y primer ministro de Hungría, respectivamente. Refugiados e inmigrantes no son carne de cañón, aunque hayan enviado al Ejército con sus armas a sellar las fronteras. Han congelado el tratado de Schengen, no para hacer cumplir su articulado como argumentan, sino para usarlo de muro de contención, como el de Berlín, contra refugiados e inmigrantes. Los ministros del Interior de Europa negociaron ayer el reparto de cupos, como si se tratara de leche o anchoas, pero en realidad nadie quería el producto, aunque los niños miren con unos ojos muy inocentes a una Europa tan sucia. No me gusta el rostro del viejo continente, está lleno de arrugas, talladas por sus maldades pasadas, presentes y futuras. Tal vez el final de la Europa del capital está cerca.