C. Valenciana / crisis de los refugiados
«Oía las bombas a diario, las balas atravesaban las ventanas de casa»
ABC, , 13-09-2015ABC entra en la casa de dos mujeres refugiadas que tuvieron que huir de Irak para no ser asesinadas por ser cristianas
Partió de Bagdad con su madre octogenaria hace casi dos años buscando el abrigo de Europa. Tras soportar durante una década la persecución del Estado Islámico por su condición de cristianos, vendieron la casa familiar que poseían en la capital iraquí para costearse su viaje hacia un futuro incierto, pero en paz.
Desde que Estados Unidos invadió Irak en 2003, su vida se convirtió progresivamente en un infierno. «Dijeron que venían a liberarnos, pero lo único que consiguieron es que todo fuese a peor» explica M. M., una mujer de mediana edad que prefiere ocultar su rostro y su identidad, por miedo a posibles represalias contra los familiares que todavía conserva en las zonas ocupadas. «Con Husein convivíamos las dos religiones, pero ahora los cristianos no tenemos derecho a nada. Vivíamos en guetos y no podemos trabajar, porque para ello tenemos que acreditar que somos musulmanes». M. M. que en el pasado trabajaba como administrativa en un hospital recuerda con congoja cómo escuchaban a diario los bombardeos desde su casa, y cómo su madre esquivó la muerte hasta en dos ocasiones cuando las balas atravesaron las ventanas de la casa.
Las dos refugiadas nos reciben en un modesto piso de la localidad valenciana de Xirivella que mantienen tan sobrio como inmaculado. Por todo gesto ornamental encontramos varias imágenes religiosas de la Virgen, a la que invocan repetidamente.
Su piel blanca y ojos verdosos delatan la procedencia de su estirpe familiar, en la ciudad de Mosul. En este área norteña de la provincia de Nínive se concentraban hasta hace poco las principales comunidades cristianas de Irak. En 2003 vivían en Mosul 35.000 cristianos; hoy todos ellos han sido asesinados o forzados a huir después de que los yihadistas les usurparan sus hogares y pertenencias.
Es ésta de hecho una de las grandes diferencias entre los refugiados musulmanes y los cristianos. Los primeros huyen de la guerra y el hambre; pero la mayoría pretenden volver a sus hogares cuando el terror cese. Por el contrario, es raro que los desplazados cristianos quieran retornar, porque no solo huyen de las bombas, sino de una limpieza étnica.
El periplo de ambas mujeres hasta Europa tenía como destino Holanda, donde querían reencontrarse con sus familiares y tendrían derecho a una pensión, pero el Convenio de Dublín les obligó a quedarse en España, donde no conocían a nadie. Según este reglamento, el primer Estado miembro por el que accede a la UE es el responsable de procesar su expediente. Por lo tanto, si el solicitante llega a un segundo Estado miembro, éste Estado podrá devolver al solicitante al país de primera entrada.
Nuestras dos protagonistas llegaron a Madrid en octubre de 2013, desde donde fueron derivadas al Centro de Ayuda a Refugiados de Mislata, uno de los cuatro establecimientos públicos de estas características que hay actualmente en España. Allí se les brindó techo y alimentos durante un año; concluido este periodo, se les informó a través de una fría carta de que debían abandonar el centro.
Siguiendo el protocolo habitual en estas circunstancias, una ONG en este caso Accem se hizo cargo de la manutención y el pago del alquiler de una casa para ellas. Pero esta ayuda también tiene periodo de caducidad, de modo que después de seis meses ha sido Cáritas la que ha tomado el testigo. Tras este sistema de acogimiento en cadena muchos ven una grave dejación de responsabilidades por parte del Estado, que delega en organizaciones civiles y religiosas acciones que deberían ser de su competencia. Una de las personas que comparten esta opinión es el padre Olbier Hernández, designado por el Arzobispado de Valencia como director de Inmigrantes y Refugiados. Este religioso de origen cubano es su vez párroco en la iglesia de San Miguel de Soternes, en Mislata, convertido en punto de inclusión social para muchos desplazados como M. M. y su madre.
«Al principio en el barrio nos miraban con miedo, pero luego la cosa mejoró y ahora nos saludan», explica esta refugiada, resignada a tener a su madre como única compañía. Sonriente y vivaz durante toda la entrevista, la anciana rompe a llorar al recordar que su muerte abocará a su hija a la mayor de las soledades.
Preguntamos a M. M. sobre sus aspiraciones de futuro, y por respuesta tenemos un largo suspiro. «Soy consciente de que encontrar trabajo para mí va a ser muy difícil, pero al menos me gustaría mejorar mi español para ser autosuficiente. Me guste o no, mi vida empieza en España».
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