Patadas y barbijo

Diario Sur, , 10-09-2015

LA semana pasada una parte del mundo se conmovió, y otra hizo como que se conmovía, por la fotografía del niño sirio ahogado en una playa de Turquía. Hubo quienes reclamaron a los gobiernos que terminen con este drama y quienes comenzaron a ofrecer sus casas y sus ciudades para buscar soluciones, pero también quienes se refirieron a las consecuencias más dolorosas de este éxodo masivo como si fuesen producto de la fatalidad. «Estas cosas pasan», resumió algún estadista como si la crisis migratoria causada por una guerra alentada por Occidente tuviese origen en un terremoto o en una catástrofe meteorológica.

Ante estas situaciones, como la que se viene produciendo desde hace años en esa valla de Melilla de la que en estos días preferimos olvidarnos, la tendencia habitual de los gobiernos es mirar para otro lado o criminalizar a los migrantes. ¿Pero quién iba a tener estómago para culpar al niño ahogado o a su familia? Si el pequeño hubiese perdido la vida intentando llegar a las playas de Florida, por poner un ejemplo, hubiese quedado al menos la posibilidad de culpar al Gobierno de Cuba, pero como no es el caso no hubo más remedio que asumir que posiblemente Europa tenga que hacer algo con esta legión multitudinaria de desesperados que llama a sus puertas.

Es de desear que ese algo sea más moralmente aseado y presentable que estirarse en la subasta en la que se decide cuántos refugiados le toca acoger a cada uno, y que se acerque a algo parecido a asumir una responsabilidad que nació en la colonización de Oriente Medio y ha tenido continuidad en el sustento dispensado a dictadores a quienes se ha querido echar a bombazos en cuanto los cambios geopóliticos invitaron a repudiarlos.

La imagen de esta semana es posiblemente menos dura que la del niño ahogado, pero quizás no tanto. Más que una imagen es una secuencia que muestra a una cámara de la televisión húngara parando con patadas y zancadillas a las familias que intentaban evitar ser enviadas a un campo de refugiados en la frontera serbo – húngara. Si se observa con atención se ve que lleva la cara cubierta por un barbijo, como si la pobreza o la condición de víctima de la guerra fuesen contagiosas. La cámara ha sido despedida de su trabajo y quizás ya haya presentado su currículum para integrarse en el cuerpo de vigilantes de estos campos que han vuelto al corazón de Europa setenta años después, como la más clara demostración de que no se ha aprendido nada.

Su actitud de tosca defensa central del egoísmo europeo, al igual que la mascarilla quirúrgica con que se cubre la cara, no sólo enseña la cota de miseria moral que puede alcanzar una persona. También muestra, de forma grosera pero clara, la manera en que hasta ahora Europa ha intentado resolver los problemas que ella misma ha creado. Posiblemente esta mujer, con su barbijo y su matonismo ante los más débiles, no sea más que la imagen que como europeos podríamos ver si nos miráramos sinceramente al espejo.

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