Aprendices de humanos

Diario Sur, , 08-09-2015

Una foto ha movilizado hoy la compasión universal, pero mañana ya será otro día. El drama relacionado con la emigración no es nuevo por eso son sorprendentes estos sobresaltos emocionales. Cuando la historia se repite una y otra vez tal vez convenga preguntarse por qué ocurre así. Entre todas las especies animales el comportamiento humano es el que menos está condicionado por la biología y más por la educación y la cultura. Pero la biología y la cultura no se han llevado muy bien a lo largo de su corta historia. Desde siempre el hombre se ha sentido incomodo con su corporalidad. El cuerpo recordaba demasiado a unos orígenes que durante milenios fueron negados y que solo han sido aceptados a regañadientes a partir de la revolución darwiniana. De hecho la historia del hombre es la de una lucha por huir de sus limitaciones corporales. No otra cosa fueron primero los mitos, entre los que la invención de los dioses es sin duda el más importante y, casi inmediatamente, pero ahora con una fuerza extraordinaria, la invención de la tecnología. Mitos y tecnología son los instrumentos que la especie humana ha utilizado para llegar allí donde su cuerpo no alcanza. Con el ‘descubrimiento’ de la divinidad el hombre sueña con la inmortalidad. Con el desarrollo tecnológico, especialmente el actual, el hombre da el gran salto y sueña con liberarse definitivamente de la biología (es el sueño del transhumanismo). Ambos se empeñan en ignorar que (solo) somos cuerpo humano. Un cuerpo que tiene una historia evolutiva muy antigua (como homínidos) y muy reciente como humanos. Hoy comenzamos a saber que muchas de nuestras emociones más elevadas, (el amor, la generosidad, la vergüenza, la culpa.) también están presentes de manera rudimentaria en los animales superiores. Es decir aquello que nos hace humanos es también parte de nuestro acervo evolutivo. La reciprocidad, el extrañamiento y la compasión son algunas de ellas. Solo hace poco más de 50.000 años que somos humanos a la manera sapiens y menos de 10.000 que tenemos historia propiamente dicha. Cosmopolitas lo somos desde ayer y no digamos nada de la telecompasión que es tan reciente que en cuanto nos llega el agua al tobillo cunde el pánico, lo que no debe sorprendernos pues todo esto ha ocurrido en los últimos milisegundos del tiempo evolutivo. Comparados con otras especies los humanos somos evolutivamente muy inmaduros. Humanos inacabados, aprendices de humanos, eso somos. Fijémonos en estas dos emociones. La reciprocidad y el extrañamiento. Hasta hace muy poco tiempo practicábamos la reciprocidad solo con los próximos (prójimos) y todos los demás eran extraños (extranjeros) potencialmente peligrosos. De hecho la compasión era un sentimiento reservado a los propios, a los cercanos, a los prójimos. Desde luego algo ocurrió en algún momento que aceleró el cambio evolutivo. A diferencia de los animales el hombre inventa posibilidades. Inventa historias. De todas ellas, la más increíble de todos es la de la inmortalidad. Transforma el instinto de supervivencia, común en todos los seres vivos, en un sueño. Pero si la inmortalidad es posible todo está permitido. Un sueño que se convierte en un invento verdaderamente peligroso pues hace concebir a la especie humana unas expectativas que le ha llevado a asumir riesgos que han estado ya a punto, en varios momentos, de acabar con la especie. El sueño de la inmortalidad y la fe en la providencia, divina o tecnológica, van juntos. Dios o, ahora la ciencia y la tecnología, proveerán. Nosotros a lo nuestro. Durante crisis como las actuales, los humanos echamos mano de las emociones. Pero emociones como el amor, la bondad, la compasión, la caridad, o a un nivel superior la moral o la ética, nos acompañan desde que somos humanos y, además, nos definen como humanos. No parece que la exaltación de estas emociones esté siendo útil para solucionar estos crueles conflictos en el interior de la familia humana. De hecho desde que tenemos registro histórico no parece que haya sido así. Tal vez la solución, de haberla, venga desde la otra dirección. Por el reconocimiento de nuestra animalidad. De alguna manera por la aceptación de nuestra finitud, de nuestra muerte, de nuestro lugar en el mundo de los vivos. Por la desaparición del sueño de la divina providencia, esa que, según algunos, nos ha traído hasta aquí y rescatado, una y otra vez del precipicio. Por el reconocimiento, en fin, ante el espejo de nuestros propios límites, y con ellos la recuperación del miedo telúrico con el que comenzó su andadura la especie humana antes de que se adjudicara a sí misma la categoría de especia elegida. Es volver la mirada a viejos mitos originarios como el de Gilgamesh, aquel rey sumerio que en los albores de la historia, después de ver morir a su mejor amigo en la batalla, emprende un largo viaje para encontrar la inmortalidad. Tras numerosas peripecias y sobrevivir al horror del descenso a los infiernos Gilgamesh vuelve a casa, renuncia a la inmortalidad y se resigna a ser simplemente humano. Tal vez si los hombres se miraran al espejo y fueran capaces de verse a sí mismos tal como son, no tal como sueñan que son, se darían cuenta de que no pueden seguir asomándose una y otra vez al precipicio, que deberían ser más prudentes, que deberían sentir horror, como Gilgamesh de lo que había visto en su viaje a los infiernos y que de su inmadura biología puede esperarse cualquier cosa si no se tiene conciencia de sus límites. La cuestión, en fin, no es la de dejarse llevar por los buenos sentimientos de vez en cuando, sino por el miedo a lo que somos capaces de hacer si no diseñamos estrategias que impidan que nos devoremos unos a otros. De alguna manera se trataría de una revisión del pacto hobbesiano. De unas estrategias políticas algo más estables que no nos obliguen un día sí y otro también a escoger, como hasta ahora, entre civilización y barbarie.

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