Cruzando hacia el país de los brazos abiertos

Los refugiados cambian la dureza húngara por la solidaridad austriaca

El Mundo, Testigo directo, 06-09-2015

Manar Albasmaui lleva dos años sin ver a su hermano cuando baja del autobús. Apenas puede contener las lágrimas. Viene con sus dos hijos de la guerra, de Damasco. Su hermano Hazem, que vive en Austria como refugiado, está aquí plantado desde las ocho de la mañana. Ella empezó antes: hace 20 días. De Damasco a Izmir, cruzando Turquía. Luego en bote a Grecia. Macedonia, Serbia, la inclemente Hungría y por fin la ansiada frontera con la Europa civilizada. Cargando con sus dos pequeños, recién llegada del desprecio de Budapest, el recibimiento en esta pequeña aldea a 70 kilómetros de Viena la ha sobrecogido.

–«Hungría muy, muy mal. Dormimos en la calle cinco días junto a la estación. Cerraron los baños con llave. No podíamos lavarnos».

Apenas hemos recorrido un kilómetro en tierra austriaca y parece que hayamos cambiado de continente. Los refugiados que llegan a la frontera son trasladados en autobuses hasta el primer pueblo, donde suben a un tren con destino Viena. En este tren, no se paga. En el que va de Viena a Múnich, tampoco. El responsable de ferrocarriles en Austria anunció hace dos días este compromiso como muestra de solidaridad con el éxodo. No se puede hablar de diferencias, esto es otra cosa: en Budapest no podías subir al tren. Aquí no subes al tren si no llevas las dos manos llenas.

En la explanada de la estación de tren, en el espacio de apenas 50 metros entre el párking de autobuses y los andenes hay una invasión de solidaridad que lo inunda todo. Diría uno que es Nochebuena si no estuviéramos en septiembre. Decenas de voluntarios han organizado la bienvenida, con mesas llenas de comida, puestos de ropa y zapatos, bolsas llenas de chocolatinas, agua, galletas y panecillos, cajas de mantas, chaquetas y hasta un expositor de carritos de bebé de marca en perfecto estado.

Cada grupo que llega es recibido con aplausos y silbidos, como se recibe a un equipo de fútbol cuando vuelve con el trofeo a casa. A ellos se les ilumina la cara cuando escuchan un saludo en su idioma. Los hace Ahmad Alahad, un joven refugiado sirio de 21 años que lleva uno y medio viviendo en Austria y ha venido a echar una mano. Se mete en el coche de la policía y con la radio y el altavoz da la bienvenida cuando se abren las puertas del autocar. Acostumbrado a la hostilidad de Budapest no se entiende muy bien lo que aquí está ocurriendo.

–«Les doy la bienvenida. Les digo que estén tranquilos, que pueden coger lo que quieran y que el tren que les va a llevar es gratis».

– «¿Y qué dicen ellos?»

–«Dicen gracias, gracias. Y que dios les bendiga».

Está con Eva, vienen de Klosterneuburg, convocados a través de una iniciativa solidaria por las redes sociales. Como todos los que han venido, civiles voluntarios, que dejan su rutina para venir hasta la frontera. Aquí nadie se aburre, hay mucho que hacer y se mueven todos en una generosa coreografía. Aquel lleva platos de arroz. El otro reparte peluches. Y éste, chaquetas porque muchos vienen en manga corta y aquí hoy hace frío y llueve.

Un niño de unos nueve años no ha puesto los dos pies en el suelo y ya tiene colocados un gorro de bombero, unas gafas de juguete, dos peluches, un zumo, galletas, patatas y todavía se le acercan los voluntarios a ofrecerle cosas.

El día de ayer fue muy duro. Sin dormir apenas en la estación maloliente se lanzaron a una caminata de casi 30 kilómetros hasta que la vergüenza se hizo tan evidente que el Gobierno húngaro tuvo que movilizar 100 autobuses para acercar a la multitud hasta la frontera. Y han sido casi ocho horas, cuatro en un viejo autobús en el que se colaba la lluvia y otras cuatro parados en un atasco para finalmente recorrer el último kilómetro caminando.

–«¡No más Hungría!», grita Stephanie, una chica que abre los brazos a un anciano con los pies vendados.

–«¿Qué te parece todo esto?», le pregunto.

–«Es una gran vergüenza para Europa. Y un gran fracaso político. Vivimos con una gran brecha que la gente que no tiene nada no va a aceptar por mucho tiempo más. Y ante este reto puedes decidir si quieres ser un capullo o una persona. No queremos ser capullos».

Esto es lo que pasa cuando el de arriba se encoge de hombros. Esta estampa horizontal que pintan las sociedades cuando se meten en el fango que no quieren pisar sus dirigentes. Aquí hay un campo de trabajo con plazas libres para primeros ministros. Vengan los que quieran. Total, lo único que pueden perder es alguna lágrima al ver la cara de asombro de los niños con la nariz pegada al cristal de los autobuses.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)