Mapas sin mundo

La Verdad, , 06-09-2015

Tal y como está el mundo, sentir dolor es todo un lujo. En definitiva se trata de un sentimiento procesado – mucho o poco; da lo mismo – . Sientes dolor porque, al menos, tienes la suerte de estar quieto, de contemplar, de poseer un hogar que en algún momento pudieras perder. Pero quien solo sabe correr, esconderse, abrazar, sostener al otro para que no se caiga… para ese individuo el dolor es una pérdida de tiempo que no puede permitirse. El dolor ya no mide la realidad. Se trata de una práctica ociosa propia de la empatía occidental. Eso no le quita verdad, no lo hace menos auténtico; pero la verdad ya no salva ni una sola vida. Es un valor inútil.

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¿Habrá algo más poderoso que el cuerpo, que, cuando sentimos miedo a causa de un peligro acontecido a miles de kilómetros, agarramos de manera instintiva lo que más queremos como si solo la carne, el escudo que ella construye en torno a lo amado, fuera capaz de protegerlo exitosamente de cualquier eventualidad? No hay mayor cielo que el que garantiza un cuerpo protector. La carne sigue siendo la mayor tecnología de seguridad conocida.

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Cuantificar la vida es lo propio de la esclavitud. La distribución de los refugiados por cuotas supone predeterminar la experiencia del individuo a partir de números fijos, de cantidades, de pesos. Es indudable que allí donde empieza la estadística, el sentido de la justicia recibe dentelladas mortales. Los números solucionan los problemas en su nivel más genérico, pero acentúan los desequilibrios en la escala más específica. La deriva numérica de las actuales democracias augura un futuro habitable solo en el plano de las macroestructuras – naciones, balances presupuestarios, sistemas bancarios – . Los hogares, las calles, los cuerpos resultan cada vez más inhóspitos. Las grandes cifras han terminado por convertirlos en entidades patógenas incompatibles con el estado del bienestar macroestructural.

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La lógica por sí misma ya no convence. El sentido común es para el discurso lo que la realidad para la ficción: una experiencia paupérrima y decepcionante. Pretender hoy en día ganar adhesiones mediante la autoevidencia del ‘argumento sensato’ es estar condenado al fracaso. Si todavía pervive algún punto de consenso y de objetividad en nuestra sociedad, desde luego este no se localiza en el rigor de los hechos, sino en otra parte indefinible e imprevisible. La razón ya no se enseña; pertenece a ese ámbito oscuro e intangible del ‘chamanismo’ que no conoce más fórmula que la de la complicidad tribal.

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¿Qué tipo de Viagra habría que suministrar al burócrata, que, como es sobradamente conocido, es un impotente intelectual?

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Tras el fallecimiento de Wayne Dyer, uno de los gurús de la autoayuda contemporánea, decido visionar el falso documental que se realizó sobre su figura, ‘The Shift’ (2010). Al cuarto de hora he tenido que quitarlo: el ejercicio de filosofía para todos los públicos, sazonado con una apología almibarada de la felicidad, resulta insufrible, intolerable intelectual y vitalmente. Ni una sola palabra importante, que se sustraiga a la pedagogía barata que arma todo su discurso…. Una experiencia aterradora.

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Esta vez el debate no era si una fotografía se debía mostrar o no. Situar la clave ética de un asunto como el de los refugiados sirios en un motivo tan endogámico y ‘estético’ como este resulta una maniobra de distracción tan obscena como intolerable. Además, en el caso de la fotografía del ‘niño de la playa’ hay una dimensión que muy pocas veces emerge: la conciencia de la representación, del encuadre, de la mediación visual, desaparece por completo. Se trata de una imagen que se abole como imagen, que responde a una mirada colectiva más que al punto de vista específico de un reportero. La mirada de todos está ahí, como si fuera una visión que pertenece a cada uno, sin dueño. Donde no hay individualidad no existe sentimiento de invasión de la intimidad. Es casi la propia atmósfera la que ha imprimido esa imagen. Porque el único consuelo que queda ante hechos tan escandalosos como este es que se graben a fuego en la memoria colectiva a fin de que nunca más se vuelvan a repetir. En ocasiones, no – ver, ocultar, es un escarnio añadido a las víctimas.

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