“Estaba en la lista de enemigos de Bachar el Asad”
Kamal, refugiado sirio, relata su dramático éxodo hasta España y denuncia la falta de ayudas gubernamentales. Ahora confía en la solidaridad de las familias acogedoras.
El País, , 06-09-2015Kamal, es un joven sirio de 27 años que tardó cinco días en recorrer a pie, en pleno invierno, a través de la nieve, los 135 kilómetros que separan Damasco de Beirut, en Líbano. “Una de las noches, tuvimos que escondernos en un río, con el agua helada hasta el cuello, y muertos de frío hasta que pudimos retomar el viaje”, recuerda. El trayecto lo hizo de noche, para evitar los puestos fronterizos (hasta ocho) y las emboscadas de los milicianos. Muestra en su móvil, una de las pocas pertenencias que conserva, las fotos de su aldea, a pocos kilómetros de Damasco y que prefiere no hacer pública, ya que su padre y su hermano siguen atrapados sin poder salir de allí. En las imágenes puede verse a un joven estudiante de Medicina, lleno de vida. Ahora, su mirada está apagada “es la guerra”, explica. Tenía 23 años cuando estalló el conflicto en Siria en 2011. Recuerda que cursaba su segundo año de Medicina en la Universidad de Damasco, cuando vio morir a su amigo. “Una bala aquí —señala— en medio de los ojos”.
Kamal decidió entonces volver a su aldea para montar un hospital de campaña, junto a tres de sus compañeros de la universidad para ofrecer asistencia médica a sus familiares y amigos. “No es religión, ni es ideología, eran mis vecinos los que estaban muriendo en esa guerra”, relata. Su aldea, en 2013 estaba prácticamente derruida y la mitad de sus vecinos habían intentado huir de el país. Tuvieron que recurrir a traficantes para conseguir material sanitario de aldeas vecinas, para poder atender a los heridos. “Con los bombardeos, nos quedábamos sin luz, así que teníamos que utilizar generadores para poder trabajar en condiciones. También había cortes en los suministros del agua. “Hasta cinco días estuve una vez sin ducharme. ¿Te imaginas, un médico sin ducharse?”, bromea Kamal.
Su odisea le costó muy cara. Tanto que tuvo que huir de el país. “No fue la guerra la que me expulsó, fue la publicación de mi nombre en las listas de enemigos del régimen”, relata. Kamal consiguió llegar en 2014 a Madrid y más tarde a Barcelona, gracias a una carta de invitación de su prima, que le permitió hacerse con un visado de turista. Este año empezará de nuevo la carrera de Medicina en Santiago Compostela. La universidad le ha conseguido una beca. Tuvo que presentarse a las pruebas de selectividad, como culaquier estudiante español porque no le convalidaban ninguna asignatura de la Universidad de Damasco. No tiene ayudas del Gobierno y tampoco sabe dónde podrá quedarse alojado. “Soñaba con salvar vidas y ahora solo espero salvar la mía”, explica el joven.
Dos millones de refugiados sirios se han visto obligados a escapar hacia Líbano, Como Kamal, pero también hasta Egipto y Turquía. Una vez allí, piden el visado en las embajadas para poder llegar a Europa. Los refugiados no pueden pedir asilo en su país de origen, según recoge el Decreto de Dublín III de la UE, por ello acaban arriesgando su vida solo para salir de su país. La mayoría debe hacer frente a enormes cantidades de dinero para poder llegar a Europa. “Solo para ir a Beirut, desde Damasco, puedes llegar a pagar hasta 1.000 dólares. Para llegar hasta Europa, la cantidad puede subir hasta los 20.000 – 30.000 dólares”, explica Mohammad, de 38 años. Es intérprete de inglés y conoce doblemente el significado de ser refugiado. Nació en Siria, en un campo de refugiados palestinos. Consiguió salir del país en 2013 y ahora vive en Barcelona, junto a su pareja Nadja. “Muchas familias tienen que vender todo lo que tienen, a un ínfimo precio para reunir la cantidad que cobran los traficantes de personas”, explica Mohammad. “Es incomprensible que no se nos ayude a salir y que una vez que lo conseguimos nos pongan tantas trabas para poder llegar a Europa”, se lamenta.
Firas es arquitecto y también vive en Barcelona. Confíaba en que las cosas le irían mejor una vez que llegase a Europa. Nada más lejos de la realidad. Este joven palestino jordano de 27 años ha conseguido una beca de la Academia de Artes de Viena, la más prestigiosa de Europa y a la que se postulan cada año unos 2.000 alumnos. Pese a ser el segundo de su promoción, no puede viajar a Austria. La tarjeta roja se lo impide.
Este documento, la única identificación que tienen los refugiados hasta obtener el permiso de residencia, no le permite salir de España. El tiempo fijado para conseguir la residencia es de un año, pero la mayoría de las veces la espera se prolonga hasta tres. Las clases en la Academia empiezan en octubre y Firas ha tenido que renunciar al asilo para que le devuelvan el pasaporte y poder viajar a Viena. Hace 45 días que espera, pero lo tiene claro: llegará a Viena aunque tenga que ser de manera ilegal. “Se asombran cuando mueren 70 personas en un camión para llegar hasta Viena, o cuando los refugiados se ahogan en el mar para alcanzar Grecia”, explica Firas. “Llevamos mucho tiempo de un lugar a otro, intentando conseguir los mismos derechos que un ciudadano europeo. Estamos muy cansados y no pararemos hasta conseguir nuestros sueños”, añade el joven palestino.
Tanto Firas como Mohammad denuncia la falta de recursos y ayudas gubernamentales para integrar a los refugiados. Los refugiados, con la tarjeta roja, tiene la opción de estar en un CAR, Centro de Acogida de Refugiados, o un piso de acogida, donde pueden quedarse hasta un máximo de un año, con alojamiento, comida, cursos de formación y bolsa de trabajo. Sin embargo, las ayudas suelen reducirse al alojamiento y a una contribución económica mensual, que varía dependiendo de las comunidades, pero que no supera los 200 euros mensuales. La Comisión Europea aprobó el pasado agosto destinar 521, 7 millones de euros a España en el marco de su programa de migración y asilo. Después de Grecia,el segundo estado de la UE que recibe más dinero a este fin. “Llegamos aquí queriendo olvidar la guerra y nos encontramos otra guerra, en este caso burocrática, para conseguir el mismo trato que el resto de los ciudadanos”, reprocha Mohammad.
Sin embargo, la lentitud de los Gobiernos a la hora de ayudar a los refugiados choca con el creciente movimiento de solidaridad por parte de la sociedad civil. Los ciudadanos españoles están movilizándose, al margen de las instituciones, para mostrar su solidaridad hacia los refugiados.
Noemí tiene 38 años. Es contable fiscal en una empresa del centro de Barcelona y hace 17 meses, los que tiene Mia —su única hija— se mudó a una casita en Rubí. Su marido, Adrià (38), es editor de imagen y durante años pudo dedicarse a su profesión. Con la crisis, y la llegada de una hija, tuvo que renunciar a su profesión para encontrar trabajo, después de que su empresa cerrara, en una tienda dedicada a tierras de cultivo. Es una de las muchas familias que se están movilizando en Barcelona y abriendo su hogar para acoger a refugiados sirios. “No puedo quitarme de la cabeza la imagen del niño sirio ahogado en una playa turca. Abro los ojos por la mañana y me imagino que podría ser mi hija”, explica Noemí. Tienen un piso de 80 metros cuadrados con tres habitaciones, una de ellas destinada a las visitas familiares. La tercera está vacía porque la pequeña todavía duerme en la habitación de sus padres y es la que ofrecen para acoger a un refugiado. “Nos sentíamos impotentes con lo que está pasando. Llevan años de guerra y muerte. Es lo mínimo que podemos hacer”, lamenta.
En la última semana, miles de ciudadanos catalanes están tomando la inicativa, adelantándose a las acciones institucionales. Gabriela, una joven ecuatoriana, habilitó un registro de voluntarios a través de las redes sociales. Para no duplicar tareas, se puso en contacto con la plataforma Bienvenidos Refugiados, que dirige Jesús Manzano en Madrid. La red permite registrar y listar cada una de las iniciativas para redirigirlas a nivel local. Su proyecto ha recibido ya más de 6.000 ofertas de colaboración.
Ismael de 36 años, gestiona de forma altruista un refugio de animales abandonados en Pirineo junto a su pareja. Viven con una pensión de 500 euros pero están dispuestos a acoger a quien lo necesite. “Aquí tendrán comida, techo y podrán disfrutar de la calma de la montaña. Donde comen dos, comen tres”, afirma Ismael.
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