El final de la ruta de los Balcanes
El Mundo, , 01-09-2015Recorrieron Turquía y Grecia, consiguieron subir al tren en Macedonia, atravesar Serbia, entrar en Hungría y alcanzar el destino que querían, para al final encontrarse esto: los viejos astilleros del puerto de Trieste, donde tienen que dormir entre escombros y donde los mosquitos los devoran cuando llueve. Porque la solidaridad existe mientras los refugiados aparecen en la televisión, pero no cuando están en la puerta de casa.
La ciudad italiana de Trieste, en el nordeste del país, en el confín con Eslovenia, se había caracterizado hasta ahora por su buena gestión de la inmigración, hasta el punto de que se consideraba un ejemplo a seguir en toda Italia, y por qué no, en el resto de Europa. La asociación Italian Consortium of Solidarity –encargada de la acogida de los extranjeros en la ciudad, junto con Cáritas– había apostado por la dispersión de los inmigrantes en la localidad, evitando la creación de grandes centros de acogida. Pero la llegada masiva de refugiados por la ruta de los Balcanes puede dar con todo al traste. De momento decenas de personas que esperaban haber alcanzado Eldorado, pernoctan en condiciones dramáticas en el viejo puerto de Trieste. Y se han empezado a dar manifestaciones xenófobas en una ciudad que se consideraba solidaria.
«Alojamos a los refugiados en apartamentos que alquilamos a propietarios privados. Tenemos 60 pisos arrendados», explica el responsable del Italian Consortium of Solidarity, Gianfranco Schiavone. Así la presencia de los inmigrantes resultaba casi invisible en Trieste. Los vecinos se acostumbran a ellos como unos inquilinos más, y ellos a los vecinos y a la vida de la comunidad, con el seguimiento de un asistente de la asociación. El modelo parecía perfecto.
Casi la totalidad de los refugiados que llegan a Trieste son afganos o paquistaníes. Muchos se planteaban viajar inicialmente a Alemania, pero se desviaron de su camino al considerar que tal vez tenían más posibilidades de obtener asilo en Italia. De momento son pocos. En Trieste hay en la actualidad 930 extranjeros, según datos del jueves facilitados por el Ayuntamiento. Pero el goteo de nuevas llegadas es constante, y se teme una avalancha. De hecho, el Italian Consortium of Solidarity ya no tiene capacidad para alojar a los refugiados al ritmo al que están llegando.
En julio se planteó crear un centro de acogida de emergencia en un pueblo cercano, Muggia, a 16 kilómetros de Trieste, pero los vecinos se echaron a la calle para impedirlo. El sábado unos desaprensivos pintarrajearon la entrada del comedor social de Cáritas con la leyenda: «No inmigrantes». «Nunca había ocurrido algo así en esta ciudad, y eso que Cáritas es una institución muy respetada», afirma su director, el padre Alessandro Amodeo.
Días atrás una vecina planteó en un programa de televisión que el Ayuntamiento habilitará un autobús para los inmigrantes a fin de que no utilizaran el transporte público, según explica Laura Famulari, asesora de Políticas Sociales del consistorio de Trieste, algo que ya considera el colmo. «Me parece muy grave. Es fruto de una intolerancia creciente que está siendo alimentada por determinados partidos políticos y medios de comunicación», lamenta.
«Yo obligaría a todos los municipios a aceptar por ley una cuota de inmigrantes», afirma Schiavone, visiblemente enfadado. Porque una cosa son los grandes discursos de solidaridad de Merkel y otros líderes europeos, y otra, la gestión del problema sobre el terreno.
«Aquí al menos han mostrado una cierta humanidad por los afganos», afirma en cambio Noor Abdullah, uno de los jóvenes que duerme en el puerto viejo de Trieste.
Una comunidad religiosa les ha facilitado sacos de dormir y sábanas, y ellos han buscado cartones y plásticos y se han construido sus propias barracas. «Me han llevado al médico», argumenta mientras se levanta ligeramente los pantalones. Tiene picaduras en los tobillos y también en los brazos. Huyó de Afganistán porque, dice, la pirámide poblacional allí se ha invertido. Ya no mueren los viejos, sino los jóvenes. Todo a causa de la maldita guerra.
Otro muchacho de 25 años, originario de Bajaur, la zona tribal entre Afganistán y Pakistán, reconoce que la policía le tomó las huellas dactilares en Hungría. Pero no tiene ni idea de qué es el acuerdo de Dublín, ni qué comporta que lo hayan identificado en eso otro país europeo. Sólo teme, como todos los demás, que lo devuelvan a su país de origen.
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