El largo viaje a la tierra prometida
Las mujeres inmigrantes son el pilar en Gipuzkoa de la atención a dependientes, mayores y niños. Ellas relatan su historia desde que decidieron dejar atrás sus raícesSon de origen latino, lamentan no tener el reconomiento de una sociedad que recurre a ellas para cuidar a sus mayores y aspiran a volver a casa con los suyos
Diario Vasco, , 30-08-2015«El viaje es dramático. No es fácil dejar tu país y a tu familia. El miedo me agobiaba, pero tenía el sueño de ayudar a los míos a salir adelante, así que tomé la decisión de enfrentarme a lo desconocido, a la incertidumbre sobre las condiciones de vida a las que me iba a enfrentar. ¿Dónde iba a vivir? ¿Dónde iba a encontrar trabajo? Tenía pánico, pero no me importó. Decidí que tenía derecho a una vida mejor».
El relato de Sdenka Huaranca no es muy diferente al del resto de sus compatriotas: de un día para otro, todas ellas se vieron obligadas a convertirse en migrantes, o exiliadas, por culpa de la pobreza. Nancy, Sabina, Elsa, Viki, Verónica, Sofía y Sdenka emigraron para sobrevivir y para progresar con el único objetivo de salir adelante, buscando nuevas oportunidades y, sobre todo, mejores condiciones salariales. Por el camino dejaron padres, hermanos y primos pero, sin duda, la decisión más dolorosa fue dejar a sus hijos en su país se origen. Les mueve la desesperación, reconoce Sdenka. A sus 50 años, esta boliviana lo tiene muy claro: «La emigración es el recurso más antiguo contra la pobreza. Muy poca gente abandona sus raíces por gusto».
Entonces comenzó el viaje. Por delante les quedaban miles de kilómetros por recorrer hasta llegar a España. Todas reconocen que el factor más atractivo para elegir la Península Ibérica como destino fue el desarrollo económico del país, el idioma y la asistencia sanitaria universal. «Pero el miedo a ser deportada estaba ahí». Tuvieron que superar el interrogatorio de la policía en el aeropuerto, tratar de demostrar que eran unas turistas, «porque la única realidad es que la mayoría llegamos de forma ilegal». Pero todas consiguieron entrar en España. Entonces sí empezó realmente su viaje: «Caminaba de un lugar a otro sin conocer el lugar, buscando trabajo en una sociedad que no conocía y que, encima, me juzgaba de inmediato sin conocerme». Sdenka, como el resto de las seis protagonistas de estas páginas, sólo encontró trabajo enfocado al empleo en el hogar, la hostelería y el cuidado de mayores, niños y discapacitados. De hecho, está tan extendida esta tendencia que el colectivo de mujeres latinoamericanas ya es considerado por los expertos como un grupo «clave» en el mantenimiento del Estado de Bienestar en nuestra comunidad, al dar respuesta a las necesidades de la dependencia.
Discriminación salarial
«El mercado laboral con el que nos encontramos las mujeres inmigrantes está conformado por trabajos que abandonaron las y los españoles porque no les interesaban, por estar mal pagados y por tener condiciones que no están reguladas». Las palabras de Sdenka son claras y contundentes. Su reivindicación en nombre de todas sus compañeras no puede ser más tajante. Se considera una activista por los derechos de las mujeres migrantes, por eso forma parte de una organización llevada a cabo por Cáritas en Oñati, el municipio donde residen todas ellas, y que posee el honor de tener la tasa de paro más baja del Estado. «Creo que las mujeres inmigrantes no percibimos una buena remuneración ni reconocimiento social por el trabajo que realizamos», recalca. «Además, existe una clara discriminación salarial. Por el mismo trabajo, una española siempre cobrará más».
Sdenka dedica todo su tiempo a cuidar de María Teresa, una mujer de 90 años que está empezando a notar los primeros síntomas del Alzheimer. «Soy interna, así que duermo con ella. Desgraciadamente sufre una enfermedad degenerativa, así que tengo que estar pendiente las 24 horas del día. Intento darle calidad de vida, pero sobre todo cariño», dice esta boliviana que lleva ya 8 años en España, casi tres meses en el municipio euskaldun. Mientras explica cuál es su labor, Sdenka corta la conversación, quiere puntualizar y dejar claro algo: «Tengo formación para hacerme cargo de María Teresa».
Durante años trabajó en Madrid – además de llegar desde Bolivia con estudios universitarios en el área de la salud – , y se formó en la capital para tratar enfermedades como la demencia, el Parkinson o el Alzheimer. «Se trata de un sector altamente feminizado y poco valorado, porque se requiere muchísima responsabilidad. No entiendo por qué la sociedad se piensa que no somos competentes en el ámbito laboral. Como si el país del que vengo no existieran las mismas enfermedades…», dice con sorpresa. Eso sí, reconoce que hay una diferencia «abismal» entre el cuidado de una persona mayor en una residencia y lo que es atender a esa misma persona en casa. «El tiempo se dedica exclusivamente a una persona, no a 18 a la vez», dice Sofía Collarani, de 49 años y también procedente de Bolivia, que asiente con la cabeza las palabras de Sdenka, porque sabe muy bien lo que es trabajar durante años cuidando a una persona mayor en su domicilio. Ambas coinciden en que les «encanta» su puesto de trabajo, pero también consideran que viviendo como interna no disponen de un lugar que garantice su intimidad. «Nunca puedes sentirte como en casa».
Sofía tuvo la gran suerte de contar con la experiencia previa de varias de sus hermanas que habían emigrado a España años antes de que lo hiciera ella, como Nancy Collarani que ya llevaba un año en Albacete cuando Sofía decidió dar el paso de cruzar el charco sin billete de vuelta. «Generalmente nos dejamos guiar por otro compatriota que llegó antes al país», puntualiza María Herminia Peroso, aunque esta dominicana prefiere que le llamen Viki.
Desde 2004, Sofía y su hermana Sabina ya forman parte de la sociedad vasca. Por lo menos así lo sienten ellas. Aunque tuvieron que esquivar varias piedras que entorpecieron su camino. Sofía aún relata con angustia cómo tuvo que vivir durante meses hacinada con seis de sus hermanas en una habitación en Bergara. «No encontrábamos vivienda, nadie tenía referencias nuestras así que nadie nos quería alquilar un piso. Nadie se fiaba de nosotras», recuerda.
Aún así, logró alcanzar el sueño que llevaba tiempo persiguiendo: tener una formación oficial en la atención a personas dependientes sociosanitarias. Dos años en Aretxabaleta estudiando le sirvieron para conseguir unas prácticas en la residencia de ancianos San Martín de Oñati. «Por suerte, ahora cubro bajas por vacaciones», dice orgullosa. Más satisfecha se siente aún al saber que, gracias a su sacrificio, ha podido forjar un futuro mejor para sus tres hijos.
Ella es de las afortunadas, porque ya tiene a dos de sus niños en España, «pero tuve que luchar mucho por poder tenerlos a mi lado. Uno aún se me resiste», confiesa entre susurros. Sofía cuenta cómo de un día para otro se le presentó la oportunidad y vio la ocasión de poder cambiar algo por el bienestar de sus pequeños. Eso sí, «no he pasado momento más duro en mi vida que tomar la decisión de dejar mis raíces». Confiesa que fue «terrible» venir a ciegas a un país que apenas ubicaba en el mapa. «No sabía con lo que me iba a encontrar». Sus amigas asienten para confirmar sus palabras. Sin duda, cada una de ellas se enfrenta cada día a la culpa de haber abandonado a sus hijos, porque apenas les alcanzaba el dinero para mantenerlos. «El momento de traerme un hijo y dejar allá dos fue la peor decisión de mi vida», confirma Viki.
Ella llegó desde la República Dominicana huyendo del país «tan mal administrado» en el que vivía. «Nuestro gobierno ha conseguido que muchas hayamos optado por dejar nuestro país», dice con cierta dureza. Sin embargo, desde hace años ocupa su tiempo cocinando en una restaurante, no sin antes haber pasado temporadas limpiando casas o cuidando de personas mayores. «Lo que más me gusta de mi trabajo actual es haber aprendido a cocinar la comida de aquí. ¡Está buenísima!», dice con una amplia sonrisa.
Rechazo social
El testimonio de cada una de ellas permite comprobar que han sido víctimas de un sentimiento racista hacia ellas. Aunque afirman que están integradas en la sociedad, más de una advierte alguna situación incómoda en sus vidas al otra lado del Atlántico. ‘Guachupina’, ‘sudaka’, ‘indígena’ o ‘tercermundista’ son algunas de las perlas que han tenido que soportar. «A veces hemos padecido el rechazo social, la discriminación por nuestra nacionalidad y nuestra condición económica o simplemente por el color de nuestra piel», asegura Sdenka. A continuación relata una experiencia que dejó boquiabierto a un hombre español: «Estábamos en una cola esperando para un puesto de trabajo. Había gente de todas las razas y colores. Se acercó un señor de aquí, nos miró a un grupo y no dijo ‘¿Pero vosotras ya sabéis hablar español? Anda, iros a vuestro puto país’. Me giré, le miré y le dije educadamente ‘Verá, castellano hablo perfectamente, el español aún lo estoy aprendiendo, aunque ya sé decir ’me cago en tu puta madre’ y ‘puta mierda’».
Esta, como otras tantas, son situaciones que se expresan en el rechazo, la discriminación, los prejuicios y estereotipos que pesan sobre los inmigrantes, «principalmente referidos a la competencia laboral», aclara Sdenka. Ella insiste: «El trabajo emocional que supone la presencia continua de una persona que, además de ofrecer compañía, ofrece bienestar, cuidados y cariño a las personas en situación de dependencia, es una labor que se realiza en solitario y no está socialmente valorada». «Creo que vascos y españoles se están acostumbrando a que seamos nosotras las que hagamos este tipo de trabajos», le sigue Sofía. Además, advierte Sdenka: «Yo no tengo ese problema, pero soy consciente de que para muchas familias vascas y españolas, no todas eso sí, contratar a una cuidadora inmigrante es una opción con ventajas económicas, porque se paga un sueldo miserable para una disposición de 24 horas».
Todas por fin cuentan con una situación regularizada, pero también les costó lo suyo: «No hay más que trabas», hasta que consiguieron no caminar con miedo por ser deportadas a su país. Años después, estas mujeres aseguran tener sólo un sueño más por cumplir: reunir el suficiente dinero para poder estar con su familia. «Deseamos volver».
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