Echar raíces bajo un techo efímero

Los tres millones de desplazados iraquíes acomodan los campos para una larga espera

El Mundo, FRANCISCO CARRIÓN CAMPO DE KABARTO (IRAK) ESPECIAL PARA EL MUNDO, 20-06-2015

La anciana Leila Malou mata las horas
tendida en una estera bajo la
sombra que proporciona la tienda
que habita desde abril. «Pasé
120 días en manos del Estado
Islámico y, por muy segura
que me encuentre ahora, esto
no es vida», relata mientras
su mirada inspecciona el
espacioso y vacío interior del refugio.
En el campo de Kabarto, instalado
en una llanura remota y baldía
del Kurdistán iraquí, residen
más de 40.000 almas. El censo está
integrado mayoritariamente por yazidíes
–seguidores de una religión
vinculada con el zoroastrismo– que
escaparon del monte Sinyar cuando
las huestes del Estado Islámico lanzaron
su ofensiva el pasado agosto.
«Aunque nos empeñamos en mejorar
el campo y sus servicios, éstos
son los peores días de su existencia.
Vivir con estas temperaturas en una
tienda es un infierno», confirma Hakar
Tenahi, el funcionario kurdo al
frente de un recinto que abrió sus
puertas el pasado otoño.
«Por desgracia, han comenzado a
ser conscientes de que tendrán que
vivir en este lugar durante mucho
tiempo. Sus pueblos todavía están
bajo el control del IS o han quedado
completamente destruidos», reconoce
el responsable del campo.
La amarga certeza está transfigurando
el erial. Sus habitantes se han
entregado a la tarea de acomodar la
ciudad y mitigar cualquier rastro de
temporalidad. En el extrarradio, más
allá de las alambradas que delimitan
su geografía, ha nacido un mercado
construido con precarios listones de
madera donde se venden hortalizas,
tabaco o alpargatas y –en general–
todo aquello que no cubre la ayuda
humanitaria. Con los cuartos que reporta
el negocio, sus propietarios
han adquirido los primeros vehículos
que circulan por las amplias avenidas
del campamento. Además, en
el horizonte jalonado de jaimas han
empezado a despuntar las antenas
parabólicas. «Si la gente estuviera todo
el día sentada sin ni siquiera una
televisión, se morirían. Las poblaciones
cercanas nos han regalado televisores
antiguos. La mayoría los usa
para estar al tanto de la situación en
sus pueblos», narra Tenahi.
Según el informe publicado esta
semana por el Alto Comisionado de
las Naciones Unidas para los Refugiados
(ACNUR), la crisis en Irak
–con un tercio de su territorio controlado
por los yihadistas– es uno de los
principales focos del aumento sin parangón
de los refugiados que durante
el año pasado abandonaron sus viviendas
en todo el planeta huyendo
del zumbido de la guerra. A principios
de 2014, el país árabe contaba
con 954.100 desplazados. En apenas
12 meses, la cifra alcanzó los 3,5 millones.
El ejército de exiliados ha hallado
cobijo en la región autónoma
del Kurdistán iraquí, desbordada por
el aluvión de los nuevos inquilinos.
«Están desperdigados por todas partes.
Es imposible construir campamentos para alojar a todos los desplazados
internos y no hay financiación
clara. Estamos compartiendo
con ellos nuestros servicios de agua,
electricidad, sanidad y educación»,
se queja Nawzad Hadi, gobernador
de Erbil, la capital del Kurdistán.
Con la llegada del sofocante estío,
las autoridades batallan para evitar
los prolongados cortes de electricidad
y la escasez de agua potable.
«Hemos conseguido garantizar unas
20 horas de electricidad al día y estamos
cerca de conseguir que haya
una canalización de agua pero no tenemos
una atención sanitaria y educativas
adecuadas. El médico que
viene a diario no puede atender a todos
los pacientes y las dos escuelas
son insuficientes», explica el director
del campo de Kabarto, donde
hasta 600 familias se han inscrito en
la lista de espera para conseguir un
techo. La parálisis que anida en el
frente de batalla y las arremetidas
del IS en otras zonas de Irak amenazan
con nuevos desembarcos.
«La crisis humana en Irak es la
más compleja y volátil del mundo y
también la que se está agravando
con mayor rapidez», advirtió hace
unas semanas Lise Grande, vicerrepresentante
de la misión de la ONU
en territorio iraquí. Y aventuró: «A
finales de 2015, diez de los 36 millones
de iraquíes precisarán de algún
tipo de ayuda». Un año después de
que el planeta centrara su atención
en el polvorín iraquí, la ayuda internacional
escasea y las promesas son
papel mojado. El organismo internacional
lanzó a principios de este mes
una campaña para recaudar a contrarreloj
los 500 millones de dólares
necesarios para cubrir la asistencia
hasta diciembre.
El drama es aún más delicado en
campamentos como el de Baharqa
–un páramo desértico a las afueras
del próspero Erbil–, donde refugiados
de distintas etnias y credos protagonizan
una tensa convivencia,
provocada por el malherido mapa
multiétnico del norte de Irak. «No
nos fiamos de las familias árabes del
campo. Fueron los árabes los que
nos expulsaron de nuestras casas y
destruyeron nuestra vida», admite
Faras, representante de la minoría
kakai –una religión sincrética fundada
por el sultán Sahak en el siglo
XIV en el oeste de Irán–. «Sólo nos
decimos hola y adiós. No tenemos
más relación con ellos», esboza rodeado
por su clan. «Fueron nuestros
vecinos árabes los que nos robaron
y atacaron. Cuando nuestros hogares
sean liberados, volveremos con
la condición de que no haya árabes
», subraya Ismail Ali, miembro
de la minoría shabak, una singular
comunidad oriunda de la provincia
iraquí de Nínive de raíces chiíes.
A unos cientos de metros, en otra
zona del campamento, la familia de
Faizal Karim –un albañil árabe suní
de Mosul, la segunda ciudad de
Irak– se consuela en mitad de un
paisaje que una vez creyó efímero.
«Aquí, cada cual hace su vida y recorre
su camino, según lo marca su religión.
Los buenos musulmanes
nunca apoyarían al IS. Cada día soñamos
con volver a casa», confiesa.
DÍA MUNDIAL DEL REFUGIADO LA ENTREVISTA

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