Cuando uno vuelve a su tierra, el corazón se le sale del pecho y se asoma por los cinco sentidos. Percibe los colores, se ilumina de luz, se empapa de lluvia, se embriaga de vida vegetal, se desliza por los ríos y serpentea por los caminos. Cuando uno regresa a su tierra, los sonidos golpean las sienes como un tambor, se cuelan por las pupilas, ruedan con las lágrimas, se anudan en la garganta. Cuando uno torna a su tierra, los dedos se alargan como sarmientos, los pies son como arados incapaces de regresar atrás, el olfato rastrea el aire para robarle sus perfumes. Cuando uno llega a su tierra, ya no quiere marchar. El expresidente del Uruguay, José Mujica, acompañado de su esposa, la senadora Lucía Topolansky, estuvo ayer en la cuna de su familia, el caserío Muxika de Astigarreta, villa independiente hace 500 años y en la actualidad barrio de Beasain. Reconoció también Urrestilla en Azpeitia, Tolosa y finalmente Donostia, de donde partió su bisabuelo Francisco Muxica Yeregui en 1842 con su esposa la donostiarra Catalina Chipiriano Esnaola, dos hijos y la hermana de Catalina, a bordo de la fragata Chateaubriand. Aquellos inmigrantes vascos afortunadamente no viajaban en patera, aunque me temo que de todo habría. Marcharon a América en un camarote que costaba 1.500 pesetas, una verdadera fortuna en aquel tiempo. Se fueron de su tierra con la misma tristeza que los subsaharianos de hoy, con los mismos sueños de una vida mejor. Ellos encontraron una tierra de acogida; estos, una Europa que amenaza con cañonear y hundir sus barcas. Un primer mundo, que toma las armas para defenderse de unos indefensos inmigrantes . Seguramente Europa teme que África le arrebate las toneladas de comida, que día tras día arroja a los vertederos porque nadie la quiere, o porque simplemente se desean subir los precios. Seguramente, mientras los inmigrantes agonizan en el Mediterráneo, la civilizada Europa duerme tranquila arrullada por una canción de cuna.