Behatokia
La idea que te cambia
Deia, , 19-05-2015EMPAPADOS por los rociones, los ocupantes de una lancha neumática repleta de migrantes embarcados en una playa oculta de la costa de Libia son interceptados por una patrullera de la Guardia Costera italiana. Sus cuerpos reflejan la actitud universal de la angustia: la cabeza gacha, los dedos de una mano estirados sobre la frente junto al nacimiento del pelo, la muñeca descansando sobre el puente de la nariz. Una vez en puerto, arropados por mantas térmicas, voluntarios embozados con máscaras sanitarias les conducen con manifiesta ternura hacia los barracones de alojamiento. La diminuta isla de Lampedusa recuerda a la aún más pequeña de Ellis en Nueva York, donde eran filtrados los emigrantes europeos deseosos de alcanzar el sueño americano. Hasta ahí las similitudes porque nunca fue el océano Atlántico el cementerio marino de emigrantes en que se han convertido el mar de Libia y el estrecho de Sicilia y porque los EE.UU., “l´América” que decían los sicilianos soñadores de un futuro sin hambrunas, estaba por hacer mientras que la Europa de hoy día está ya hecha. No es esta Europa una tierra de oportunidades para quienes escapan de la espantosa sequía, de las luchas tribales, de la guerra o de la incompetencia y latrocinio de sus gobiernos; para quienes solo nacer es un delito que les convierte en reos.
Europa se suicida La idea de la Unión Europea capaz de resolver sus propios problemas económicos y de convivencia y desde ese bienestar ayudar a mejorar el mundo se tambalea. Empiezo a pensar que Europa se suicida, que no solo está cambiando sino que comienza a convertirse en su absoluta contraria. Y la manera prolongada y cruel de ese suicidio se debe a que quien lo comete comienza a dar signos de política rigidez cadavérica. Ante la continua llegada de emigrantes, soportada en su mayor contingente por la República Italiana, varios estados – miembro de la Unión, como Reino Unido, Irlanda, Eslovaquia y Hungría, se han cerrado en banda a admitir cupos de migrantes. Los partidos ultras y xenófobos de Francia, Inglaterra, Grecia, Holanda o Austria, liderados por personas que hasta ayer mismo eran consideradas un poco tocadas del ala, están consiguiendo fundir a Europa en una compacta amalgama de miedo. Lo cual no se ajusta a las estadísticas, en las que la persona promedio tiene más posibilidades de suicidarse que de morir a manos de un terrorista, un soldado o un traficante de drogas (1,25% frente a 2,25% accidentes de tráfico y 1,45% suicidio). No faltamos a la verdad si concluimos que el crimen local y la falta de voluntad de vivir resultan más mortíferos que las guerras internacionales y que el éxito ostensible de las sociedades antes llamadas de la opulencia van acompañados de un gran sufrimiento individual.
El resultado de la amalgama es una población que ha perdido el buen juicio y el autodominio. Estas son las aguas donde faenan los pescadores de río revuelto, con caña o con dinamita. Invitan a los demás a imitar sus acciones y no hacen daño solo a los que sufren directamente por sus actos, sino a miles y millones de personas que ellos pervierten al destruir en esos seres la diferencia entre el bien y el mal.
Porque, si todo es relativo, ¿para qué esforzarse en cambiar lo que terminará como empezó? El pesimismo se extiende en la ciudadanía europea como ya anticipó Emil Ciorán, el filosofo rumano – francés campeón en la especialidad no sé que pasa que lo veo todo negro: “Ahora, en este momento, debería sentirme ciudadano europeo, hombre de Occidente. Pero nada de eso: en el ocaso de una vida en el transcurso de la cual he leído muchos libros, he conocido muchos países, he llegado a la conclusión de que quien tiene razón es el campesino rumano. Ese campesino que no cree en nada, que piensa que el hombre está derrotado, que no hay nada que hacer, que la historia lo aplasta. Esa ideología victimista es también mi concepción, mi filosofía de la historia”.
La respuesta del gitano En cierta ocasión, un viajero preguntó a un romaní la razón por la que nunca habían aspirado los gitanos a tener un Estado propio. “Si el Estado fuera algo bueno, seguramente los gitanos ya lo tendrían” fue su respuesta. En tal caso, la Europa sin fronteras resultaría ser un sueño gitano y no habría que añadir más a eso. Sin embargo, la siniestra claridad de la geografía política y la luz muerta de la geografía económica me producen la impresión de que si todo esto sigue en pie es gracias a las fronteras. De ahí mi turbación. Hace más de veinte años, cuando era miembro del Parlamento Europeo, oí sin dar crédito a un representante político de la OTAN destinado en el mando del cuadrante sur – occidental con sede en Nápoles – el más afectado por la inmigración marítima – que la solución a la entonces incipiente emigración magrebí y subsahariana quizás, solo quizás, sería lanzarles una bomba nuclear táctica. Tal barbaridad fue la idea que me hizo cambiar. Ya no me valía esa combinación de inocencia y politiqueo, de rebelión infantil y esnobismo, con la que hasta entonces abordaba la cuestión. Porque admitir la inmigración sin limitaciones refuerza la posición de los airados como Marine Le Pen, aupada a la santidad de Juana de Arco, baluarte nacional y facha. Por el contrario, levantar los muros de la Fortaleza Europa es letal para nuestra cohesión y debilidad demográfica y nos devuelve a nuestro pasado peor, cuando nos comportábamos como tiranos coloniales destruyendo de paso nuestra propia libertad.
Ahora se propone cañonear las embarcaciones de las mafias de traficantes en las dársenas de partida. La solución de los gobiernos de Indonesia y Tailandia para los migrantes que huyen de la depauperada Myanmar (antes Birmania) pasa por hundir a cañonazos en mar abierto las embarcaciones que los transportan. Suspiramos aliviados por nuestra benevolencia, pero apenas ocultamos la tensión que nos causa la propia duplicidad: mejor que no alcancen nuestras orillas. Ante este lento bajar de persianas que aparta de nuestros ojos la incómoda realidad esperando que alguien resuelva el problema, me alineo con quienes se aplican en la ética de la responsabilidad, apoyando las iniciativas con las que la Unión Europea se juega gran parte de su supervivencia humanitaria y política: ayudar a los países de origen y tránsito de emigrantes, controlar las fronteras del sur de Libia, desarrollar misiones de seguridad contra traficantes y mafias y establecer un sistema de cuotas para acoger a los refugiados. Porque no se quién le hace a Dios la colada, pero si sé que el agua sucia la bebemos nosotros. Porque no quiero que si algún hijo o hijo de amigos, vecino o hijo de vecinos, tiene que emigrar, repita con amargura insondable el verso del poeta ruso Aleksandr Blok: “Te llamaba y no volviste la cabeza, vertía lagrimas, pero no te dignaste”.
(Puede haber caducado)