EL RETORNO DE LAS ‘RAZAS’
El Mundo, , 19-01-2015El biólogo y divulgador
científico
Nicholas Wade ha
incendiado el mundo
académico con
su último libro, en
el que acude al
estudio del genoma
humano para afirmar
que existen
bases genéticas
para diferenciar al menos tres grandes
‘razas’: caucásica,
asiática oriental y
africana. De inmediato,
algunos genetistas
han atacado
la obra, acusando
al autor de
tergiversar sus
investigaciones. Al
mismo tiempo,
otros colectivos
científicos denuncian
el peligro de
que la tesis de Wade
pueda fomentar
el racismo. Tras la
enorme polémica
que ha desatado su
publicación en
Estados Unidos,
el libro llega mañana
a las librerías
españolas.
Hoy llega a las librerías españolas
el libro que ha desencadenado
una de las más virulentas confrontaciones
académicas de los
últimos años. Una herencia incómoda
(ed. Ariel), del biólogo y divulgador
Nicholas Wade, antes
editor científico en Science y The
New York Times, trata de la raza,
y ésta es siempre una cuestión
controvertida desde el mismo momento
en que buena parte de la
comunidad científica comparte la
opinión del antropólogo Ashley
Montagu de que «la palabra misma
‘raza’ es en sí misma racista».
Wade, por el contrario, sostiene
que los notables –aunque aún
preliminares– avances en el conocimiento
del genoma humano
permiten afirmar que existen diferencias
intrínsecas entre grandes
grupos de población y que hablar
de ello no abre la puerta al
resurgimiento del racismo. «La
ciencia trata de lo que es, no de lo
que debería ser», sentencia el autor
inglés residente en EEUU.
La tesis principal de Una herencia
incómoda es que, a la luz
del estudio del genoma, la evolución
humana debe considerarse
«reciente, copiosa y regional».
En otras palabras, que el hombre
se halla en constante transformación
genética, ha cambiado
de manera considerable en la
Historia reciente, como en cualquier
otro periodo –lo que parece
incontrovertible–, y lo ha hecho
de forma diferente según el
entorno geográfico donde se ha
asentado, principalmente –según
Wade– en función del continente
que haya habitado.
Nada de esto parece especialmente
escandaloso, pero la hipótesis
de que los rasgos distintivos
de las diversas razas
trascienden evidencias
físicas como el
color de la piel y
afectan también a su
comportamiento social,
así como a sus
logros culturales o
económicos, ha levantado
en armas al
mundo académico,
al que Wade tacha
de actuar por inercia,
motivos políticos
o miedo a las acusaciones
de racismo.
Publicado en primavera,
el libro provocó
el rechazo de
un grupo de 139 genetistas
que acusaban
a Wade de haber
malinterpretado su
trabajo científico. Autoridades
tan prominentes
como Evan
Eichler, David Goldstein
y Michael Hammer
reprobaban al
divulgador a través
de una carta publicada
precisamente en la propia casa,
hasta fechas recientes, de Wade,
The New York Times.
Rasmus Nielsen, de la Universidad
de California, puso voz al
malestar del colectivo al manifestar
la sensación de que su investigación
había sido «secuestrada
por Wade para promover su
agenda ideológica». Exactamente
el mismo argumento que esgrime
el divulgador, para quien la mayoría
de los investigadores en este
campo «eluden el tema [de la raza]
en lugar de arriesgarse a ser
calumniados con insinuaciones
de racismo y de poner en peligro
su carrera y su financiación».
La edición española del libro
recoge ya la respuesta del autor a
la carta de los genetistas. Su posición
se mantiene inalterada por
cuanto la conclusión de que la raza
tiene un fundamento biológico,
«lejos de ofrecer ninguna base para
el racismo», tan sólo pone de
relieve la unidad genética esencial
de la humanidad.
Wade ha encontrado también
defensores de altura, si no directamente
de sus tesis o conjeturas
–él admite que lo son–, sí al menos
de su derecho a expresarlas
sin que broten los sarpullidos. E.
O. Wilson, uno de los biólogos
más respetados del mundo, ha
celebrado que Wade se ocupe de
la diversidad genética «sin miedo
a la verdad».
Una herencia incómoda es
«una obra magistral» para James
D. Watson, codescubridor
del ADN y él mismo un personaje
polémico después de que diversas
manifestaciones suyas, en
especial las referidas a la inteligencia
de las personas negras, le
valieran la acusación de racista
y le costaran el puesto de presidente
del prestigioso Laboratorio
Cold Spring Harbor.
En el bando opuesto, el que
mantiene que obras como ésta
son perniciosas porque
alientan o al menos
proporcionan
argumentos al racismo,
se situaron con
particular encono
varios investigadores
que publican en
The Huffington Post.
Uno de ellos, el antropólogo
Agustín
Fuentes, jugaba en
un post con el título
del libro puesto en
cuestión al referirse
a «la incómoda ignorancia
de Nicholas
Wade». Fuentes criticaba,
por ejemplo,
la arbitrariedad de
establecer en tres,
cinco o siete el número
de razas existentes,
como hace
Wade en diferentes
partes del ensayo de
acuerdo con los criterios
a los que uno
pretenda atenerse.
El divulgador, licenciado
en Ciencias
Naturales, afirma que la falta
de acuerdo en los métodos de
clasificación, que han llegado a
fijar entre tres y 60 razas, «no
significa que las razas no existan». Wade sostiene que, a partir
de una patria ancestral africana
cuyos miembros comenzaron a
dispersarse hace 50.000 años, la
especie se ha desgajado en tres
grandes grupos: el caucásico, el
compuesto por los asiáticos
orientales y el que deriva de la
población que se quedó en África.
A estas dos categorías suma
la de los aborígenes australianos
y la de los americanos nativos,
descendientes de pueblos siberianos
que arribaron a Alaska, y
de ahí a todo el nuevo continente,
a través del hoy hundido
puente de Beringia.
El libro de la polémica se remonta
a los grandes puntos de inflexión
de la Historia –el paso de
los antepasados del hombre de
los árboles al suelo, la invención
de la agricultura, la creación del
Estado, la organización social occidental–
para interpretarlos en
clave de las modificaciones genéticas
impuestas por la selección
natural para superar los desafíos
a los que se enfrentaba cada grupo
de población.
Éstos habrían evolucionado
por sendas ligeramente diferentes
en la medida en que, al separarse
por continentes y no mezclarse
debido a las barreras idiomáticas
o al sentimiento de
territorialidad del hombre primitivo,
cada uno habría legado a
sus descendientes sólo una parte
del acervo genético común.
De ahí, según Wade, que cada
raza presente su propia frecuencia
(o abundancia relativa) en la
distribución de los alelos, que
son las formas alternativas que
puede tener un mismo gen.
El editor científico cita estudios
según los cuales el 8% del
genoma humano
muestra evidencias
de haber estado bajo
presión reciente
de la selección natural,
lo cual es visible
en la forma de
grandes bloques
que adoptan los genes
sometidos a
una mutación beneficiosa
para la especie.
«Generación
tras generación»,
señala, «el bloque
de ADN con la versión
favorecida de
un gen va siendo
portado por cada
vez más gente».
Hasta aquí todo
resulta plausible. La
cuestión se complica
cuando Wade se
zambulle en el terreno
de las especulaciones
acerca de
cómo la evolución
ha hecho derivar a
cada grupo en una
dirección determinada
que no puede explicarse
exclusivamente por razones
culturales. En su opinión, mínimas
modificaciones del comportamiento
social del hombre
dan como resultado conjuntos
de población muy diferente.
La genética no sólo no determina
el comportamiento, defiende
Wade, sino que representa
apenas una inclinación innata
en absoluto decisiva. Ahora
bien, «si todos los individuos de
una sociedad tienen propensiones
similares, por leves que sean
(…), entonces [ésta] tenderá
a actuar en aquella dirección»
y, dotándose de los instrumentos
pertinentes, moldeará
el comportamiento
de sus miembros así como
–espinoso asunto–
sus destrezas, incluidas
las cognitivas.
Apoyado en este argumento,
el escritor, que en todo
momento evita pronunciarse
en términos de superioridad
de una raza sobre
otra, avanza sin embargo
por un campo de minas al
conjeturar que los europeos
sentaron las bases de su posición
dominante durante siglos
cuando acertaron a desarrollar
«una forma particularmente
exitosa de organización social»
y que ese firme apoyo no permite
augurar, «desde una perspectiva
evolutiva, un declive inminente
de Occidente».
Esa forma de organización social
sería el fruto de la propensión
de un grupo humano, en este
caso el caucásico, a dotarse de
una serie de instituciones y usos
que se adaptaban especialmente
bien a «sus circunstancias locales
concretas», desarrollando así
«un tipo de sociedad que era
muy favorable a la innovación».
Más extraño resulta leer que
pueden rastrearse las bases genéticas
de la «tendencia
» de los africanos
a regirse por
sistemas de carácter
tribal o la de los chinos
a ser reticentes
al cambio y sumisos.
Y no digamos nada
de la hipótesis de
que los judíos asquenazíes
(europeos)
podrían haber experimentado
«una mejora
genética de su
capacidad cognitiva»
debido a su dedicación
ancestral –en
parte forzada, para
decirlo todo– a actividades
complejas
relacionadas con el
préstamo de dinero.
«Cualesquiera genes
que aumentaran
la inteligencia que
surgieran en una familia
de la población
general se diluirían
en la generación siguiente,
pero podían
acumularse en la comunidad
judía porque se disuadía
el matrimonio con no judíos»,
escribe Wade en el controvertido
ensayo que desde mañana puede
leerse ya en español.
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