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La vida a cuerpo de rey
Miles de personas celebran un Santo Tomás con retraso Los frutos del campo y los reencuentros alegran el día
Deia, , 23-12-2014Bilbao – Es entonces, cercano al mediodía, cuando El Arenal y la Plaza Nueva se convierten en tierra santa, un lugar de mágica aureola al que acuden peregrinos de lejanas tierras y de los municipios más cercanos. Desde las obreras de Santo Tomás, que amasan talo (“sácanos guapas, chaval”, le pide una de ellas al fotógrafo. “¡No le pidas milagros, María Luisa!”, le reprende la otra…) recién llegadas de Zamudio con galas de día grande, al niño que creyó ver de cerca un ave rapaz – “¡aita, mira: un águila!, exclamaba cuando uno de los capones de Juan Zabala, el último mohicano de la granja, desenfundaba sus garras y batía, escandaloso, sus alas… – , pasando por una pareja chilena que celebraba el primer Santo Tomás de su vida, un viejo Napoleón de carne y hueso pintado de bronce que hace la estatua, calabazas talladas y coloreadas como si fuesen frutos de un mercado africano, la historia de un hombre que fue boxeador y pelotari, bailó con las más guapas (¡ay, aquella mulata de casi metro ochenta!, evoca…), actuó con Antonio Resines y es padre del joven que hace unos días pidió en la calle una ayuda para sacarse el carné del Athletic. “Se equivocó, ya lo sé. Pero solo le faltan 25 euros para lograrlo. Un socio del Real Madrid le envió cien euros…”. Es mediodía, digo y las historias corren por el empedrado a la par que se descorchan las botellas de txakoli y sidra o que el talo envuelve, como una dorada sábana, al chorizo, a la morcilla… En un rincón, junto a los pórticos de San Nicolás, dos cerdos son sacrificados en la hoguera que mantienen viva los hombres y mujeres de Bilboko Konpartsak. Dos cerdos y un tren de pucheras de alubias que aliviaron de hambre y frío a los presentes.
La mañana de San Honorato, patrón de los panaderos, nació fría y estrellada, con la presencia de una buena parte de los chefs vizcainos que disfrutan de al menos una escarapela Michelin. A ellos se les cantó su fomento de los productos naturales de la tierra y su impulso a la agricultura sostenible. Y, sin embargo, Santo Tomás (o San Honorato, si son escrupulosos con la onomástica del calendario…) es patrón de los reencuentros. Se reencuentran amigos de toda edad y condición, bajan de las oficinas para brindar y romper el rigor de los despachos, se saludan los estudiantes mientras escancian botellas y botellas, bailan los niños vestidos de aldeanos y regresan familiares del largo viaje de la vida. De ese último mundo traigo la historia de Mari Carmen e Iñigo. Él es su hijo, afincado en Pontevedra, y pasea con su madre de la mano, ambos vestidos como hace cien años o más. Él le acaricia el cabello corto, la toma del brazo y le sirve vasitos de txakoli. Ella le mira como a una aparición. Le ve pocos, muy pocos días al año. Y acaba de perder otro hijo. Iñigo, que amaestra perros allá donde el Atlántico se besa con el Cantábrico (ofreciéndoles, incluso, su brazo para que muerdan en rodajes cinematográficos…), es todo atenciones. “Para mí son momentos irrepetibles…”, musita la mujer, tomándole del brazo y mirándole fijo a los ojos. “… Que se van a repetir siempre que pueda”, completa él. Son la historia de la mañana y ella, que nació en Belosticalle, casi no puede contener las lágrimas de la felicidad. De la mano se pierden en la multitud.
¿Cuántos habrá? Decenas de miles, seguro, advierten las gentes del recuento. Ya a primera hora del primer día de invierno se produjo el último otoño: la caída de las hojas del calendario de BBK, por el que se libran batallas. Se escucha a los baserritarras y uno no sabe bien si está en la luna o en Marte. Algunos se quejan de un eclipse de ventas y otros tantos, no pocos, hablan de tocar el cielo con las manos gracias a la bolsa que les da la vida. A la estatua del bertsolari Balendin Enbeitia le ha colocado un txakoli al alcance de una mano y un talo con chorizo cerca de la otra.
Entre los 286 puestos, ubicados entre El Arenal y Plaza Nueva hacía buenos aquellos versos de Lorca, ese verde, que te quiero verde que se recitaba al compás de hortalizas, fruta, miel, pan, queso, dulces, sidra, txakoli y algún que otro capón o kiriko, un gallo más prieto de carnes y muy sabroso. La mañana es del campo y dan, entonces, las horas de comprar. Suenan la trikitixa y la txalaparta aquí y allá y las bolsas se despiertan. Dos hombres meten su manos en una montaña de harina de maíz y amasan la mezcla, redondeándola. Parecen fabricantes de pelotas para jugar a mano. A las diez de la mañana, el puesto de Adela Andikoetxea es una explosión de color, de pimientos al ciento, manzanas coloreadas o con roña y un sinfín de frutos de la tierra. No es el único puesto aunque la gente lo busca. La fama le abre paso y destaca en la Plaza Nueva. A su lado, Kepa Freire se frota las manos: su salmón no podía encontrar mejor compañera de baile. La tarde será otra cosa, otro mundo: el tiempo de dejarse llevar por la fiesta. Menos ventas y más txakoli y de sidra; más gente en el suelo. El reino del botellón.
Él lleva un gorro de Papá Noel, un perro en brazos y un txakoli en la mano libre y ella le da de comer queso con membrillo. Aquella pareja de Chile paseaba con asombro y regalaba frases: “Aquí la vida va a cuerpo de rey”, dice él. A su espalda muchos asienten. Y unos metros más allá unos músicos rumanos tocan melodías navideñas que se entremezclan con la txalaparta. Ponen una banda sonora singular al día, prueba de que Santo Tomás suena a gloria en cualquier idioma.
“Vaya usted allá, a la izquierda, que hay puestos verde esmeralda…”. Lo pide un integrante de un viejo otxote – “hemos echado unas canturriadas de aúpa”, dice, en ese lenguaje que nace del lexicón bilbaino… – , uno de los Últimos de Filipinas que quedan en el Casco Viejo. Ellos también se sienten a cuerpo de rey. Incluso Omar, un senegalés con txapela que pasea junto a los cerdos dorados por el fuego de San Nicolás. El perro no ladra; el perro se relame al ver los jugos y las grasas (y supongo que algún que otro hueso también…). Los puestos, sí, eran verde esmeralda.
Desde la azotea del edificio de Caja Laboral, a vista de pájaro, se ve caer la muchedumbre cuesta abajo por la calle Navarra. Llegan a la hora de comer y las despensas de la madre naturaleza aguardan con los brazos abiertos. A media tarde, saciados los apetitos, el gentío entró a apagar su sed. Para entonces, todos sabían que de la lotería, ni Pamplona.
Comercios agradecidos
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