ELLA HA DENUNCIADO MALTRATO JUSTICIA
LOS VECINOS IMPIDEN EL DESAHUCIO
Rogia continuará en su vivienda, aunque su marido dice no poder asumir la hipoteca de la casa de ella y el alquiler del piso donde reside él
El Mundo, , 13-12-2014Rogia acompaña a su hija de 8 años al colegio con una sonrisa más forzada que nunca. A la niña le ha contando que van a mudarse, como hacen tantas familias. Ésa es la razón por la que se amontonan en el salón maletas llenas de cosas preparadas para salir por la puerta. Una bolsa de basura de color azul está anudada de cualquier manera a una de las muchas valijas, como si dentro hubiera un recuerdo preciado y recogido en el último momento. Esta historia está llena de últimos momentos.
La mujer, de origen sudanés, se despide de su hija en la puerta del colegio y con un beso apretado en la mejilla pone fin a la ficción. Llega el momento de encarar que, en pocas horas, llamará a su puerta la comisión judicial para echarla «a la calle». ¿El motivo? Su marido, Ahmed Ibrahim, sobre el que pesa una orden de alejamiento por malos tratos, le ha denunciado por ocupar ilícitamente la casa que hasta hace poco más de un año compartían.
Pero, antes, hay que pasar por el Juzgado de Tarazona (Zaragoza) para comprrobar, en un último acto de fe, si la juez ha tenido en cuenta su recurso de aplazamiento. Rogia sale con la cabeza gacha, no ha habido suerte. Fernando Escribano, de Stop Desahucios, el que ha dado la cara por ella tantas veces, es el que habla: «La juez considera que no se puede aplicar el convenio [que protege a las personas en riesgo de exclusión social] cuando no es un desahucio provocado por temas de dinero».
Se trata de un desahucio en precario que, a diferencia de los desahucios por impago, se produce cuando el dueño de una vivienda permite a un individuo ocuparla de forma gratuita por un tiempo determinado. Así han podido tener un hogar Rogia y su pequeña. Superado este plazo, el propietario, en este caso Ahmed, puede disponer de la vivienda como desee.
Rogia esperaba que la juez le permitiese quedarse en la casa, al menos hasta la vista del divorcio, que se celebrará el próximo 18 de febrero. Con la derrota a cuestas, abre la puerta de su casa, y se lamenta entre lágrimas: «Para mí no han hecho justicia, conmigo no han hecho justicia». Son las 11.00 horas y la mujer se pasea nerviosa por el salón sorteando las maletas en las que ha guardado su vida. Sólo falta una hora para que suene el timbre y la realidad se imponga.
Sin quitarse la chaqueta, ni soltar el bolso, como si se encontrara ya en una casa ajena, la sudanesa resume en pocas palabras qué desencadenó este final: «Mi marido me pegó».
Según cuenta, la de mayo de 2013 no fue la primera vez que la agredía. En 2008 denunció a su marido por maltrato. «En aquella ocasión me fui yo de casa». Los servicios sociales le facilitaron un hogar de acogida. Pasadas unas semanas, decidió regresar tras retirar la denuncia. «Mi hija tenía solo dos años y yo no quería seguir así».
Ahmed y Rogia se casaron hace nueve años en Sudán, poco tiempo después nació su hija, la misma que ahora juega en el patio del colegio sin saber que según pasan los minutos sus juguetes están un paso más cerca de la puerta. El tiempo pasa deprisa y en el portal de la casa de Rogia se han concentrado numerosos vecinos y miembros de Stop Desahucios dispuestos a acompañarla hasta el final. «Es una vergüenza lo que le está pasando», comentan quiénes la conocen desde que llegó a España. «Nunca imaginé que su marido fuera capaz de una cosa así», reconoce una vecina del pueblo.
Mientras espera el inevitable desenlace, la mujer termina de empacar de sus cosas. Un ejemplar de La Sirenita con las esquinas gastadas espera su turno para ser salvado del olvido. «Ay, no grabéis, que las camas no están hechas», pide Rogia al cámara en un repentino ataque de pudor. Para cuando llega la comisión judicial, hay unas 30 personas apelotonadas en el estrecho portal que corean himnos propios de estos tiempos dorados para los cerrajeros: «Ni un desahucio sin respuesta», «Ni gente sin casa, ni casa sin gente»…
Los funcionarios llegan acompañados por dos guardias civiles. «Les pido que por favor nos dejen pasar», grita un secretario judicial. Hay un cruce tenso de miradas pero allí nadie se mueve, nadie quiere comenzar a poner en marcha lo que toca. Los miembros de la comisión se giran hacia los cámaras de televisión: «¡Pixelarnos la cara, eh, pixelarnos la cara!». Los representantes de Stop Desahucios les responden: «¡Si tanta vergüenza os da es que no tenéis la conciencia tranquila!».
La comisión decide, finalmente, ceder y aplazar el desahucio. Vecinos y amigos celebran esta victoria efímera entre aplausos y lágrimas. Rogia en cambio, que se ha venido abajo al verlos frente a su puerta, parece no remontar pese a la bolsa de oxígeno que acaba de recibir. «Esto es una pesadilla pero de momento lo vamos a olvidar», alcanza a decir antes de romper a llorar ante una nube de cámaras que flota frente a ella.
A escasos dos metros, la abogada de su marido ofrece una versión distinta de los hechos: «La víctima aquí es mi cliente», asegura, gafas de sol en ristre. «Ella [Rogia] es la que tendría que buscarse un alquiler». Ya son las 13.00 horas y, en el otro extremo de Tarazona, el protagonista ausente de esta historia está a punto de salir de la fábrica de plásticos en la que trabaja.
Ahmed, también de origen sudanés, atiende a las preguntas de EL MUNDO con una disposición que choca con el rol de maltratador. Explica –en un español un poco farragoso– que ha denunciado a su mujer porque él no puede «seguir pagándolo todo».
Ahmed comparte piso al mismo tiempo que paga la hipoteca de la casa en la que viven su mujer y su hija. «Yo pago el agua, la electricidad, la hipoteca… y mando dinero a mis padres, que están en Sudán». Escribano asegura que ha llegado a un acuerdo con Ibercaja. «Si él se libra de las cargas del piso, ellos le perdonarán las cuotas que le quedan por pagar y así poder venderlo».
Sin embargo, el padre de la niña asegura estar dispuesto a pasarle una manutención a su mujer para que cuide de su hija cuando un juez se pronuncie sobre los términos en los que se va a aplicar la custodia. «Yo quiero ver a mi hija, quiero poder recogerla del colegio».
Poco después de que él abandonara el domicilio familiar, Rogia envió a su hija a pasar unos meses con sus padres a Sudán. En verano fue a buscarla para traerla de vuelta. Tanto Ahmed como su abogada sostienen que lo hizo para evitar que la desahuciaran, para no perder la casa.
«Rogia quiere que la niña se quede en Sudán, allí no hay nada, yo quiero que se quede aquí, en España, ella es española», explica el padre haciendo claros esfuerzos por hacerse entender en español. Como en casi todos los casos de violencia de género, las versiones de los dos bandos distan mucho entre sí. Está en manos de la Justicia y de las autoridades determinar cuál de las dos se aproxima más a la realidad. Son las 14.30 horas y Rogia acude a buscar a su hija a la salida del colegio. La mudanza se ha retrasado. Pero la próxima vez no será tan fácil disuadirlos. «Lo más seguro es que la comisión judicial vuelva con miembros de los GRS (Grupos de Reserva y Seguridad) y ésos nos sacarán de aquí a rastras», explica Pablo Hija, de Stop Desahucios, una organización que defiende la resistencia pacífica.
En unos días, a Rogia le comunicarán la nueva fecha para su desahucio y la ficción, una vez más, volverá a resetearse.
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