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Una Europa social sin brújula

Público, José Antonio Nieto Solís, 16-12-2014

Si la Europa social fue un sueño en los años 80 y 90, desde que se inició el siglo XXI parece haberse convertido en una pesadilla. La UE ya no sabe hacia dónde mirar para recuperar sus propuestas en materia social. Ha perdido la brújula. La Europa del norte está diluyendo sus programas de bienestar. Y la Europa del sur los ha recortado hasta dejarlos sin aliento. Para colmo, unos y otros miran a los inmigrantes “internos” y “externos” como los responsables de agravar su endémica situación. Eso conduce a la Europa antisocial y deslegitimada ante los ciudadanos. Nos lleva hacia el abismo de la No Europa.

Europa o es social o no será. Porque una integración solo de mercados, moneda y grandes empresas y consorcios financieros tendrá cada vez menos respaldo entre unos ciudadanos que sufren en primera persona el deterioro de su forma de vida y el descrédito de gran parte de sus gobernantes. Y porque la legitimidad de las instituciones de la UE no puede sostenerse ignorando los problemas de la mayoría de la población, que presencia día a día cómo la construcción europea no ayuda a frenar las crecientes desigualdades.

Un ejemplo muy claro lo ofrecen las propuestas de Alemania y el Reino Unido para levantar nuevos obstáculos a la libre circulación de ciudadanos europeos, algo que rompe la línea medular de la integración comunitaria. En muchos países miembros la xenofobia se está convirtiendo en bandera aglutinadora de propuestas políticas aparentemente renovadas, aunque su esencia sea tan rancia como conocida y peligrosa. En casi todos, las políticas de bienestar se difuminan por la falsa idea de que promueven una ineficiente asignación de recursos y no se pueden sufragar.

Mientras tanto, la actual UE no sabe hacia dónde dirigir la mirada: carece de dotaciones presupuestarias y de medios de acción para reforzar las políticas sociales de sus países, y no tiene voluntad ni ideas para diseñar estrategias que ayuden a cambiar la tendencia actual. ¿Cómo actuarían las instituciones comunitarias si se hablara de limitar la libre circulación de capitales o de dar marcha atrás en los demás fundamentos económicos de la integración?

¿Por qué no reforzar la unión económica con políticas fiscales, en lugar de dejar la fiscalidad como un postre opcional del que casi nadie quiere hablar para no perturbar la soberanía del vecino, aunque eso solo sea una falsa escusa? ¿Pueden los eurodiputados y comisarios europeos apoyarse en el principio de subsidiariedad y en los objetivos de la cohesión para impulsar una Renta Mínima Europea que ayude a combatir la pobreza y la exclusión? La historia es testigo de cómo en la UE muchas iniciativas nacen muertas o tardan tanto en activarse que pierden su conexión con la realidad. De esa forma es difícil que los ciudadanos entiendan las políticas europeas, porque no son “comunes” ni en la distribución de los beneficios de la integración ni en el reparto de los efectos de los programas de ajuste aplicados.

El Plan Juncker es un ejemplo más de cómo Europa languidece. Entre todos la raptaron y ella misma –desde su propia esencia comunitaria– parece dispuesta a suicidarse… si no lo remedia una nueva correlación de fuerzas paneuropea. Juncker propone inversiones con fondos que no existen o que están cautivos de los intereses de Alemania, y sugiere completarlos con multiplicaciones crediticias procedentes de países ya excesivamente endeudados (por el despropósito de casi todos los implicados). El Plan del presidente de la Comisión corre el riesgo de convertirse prematuramente en papel mojado. No fija como objetivo central reforzar la cohesión económica y social, sino potenciar inversiones cuyos efectos sobre el empleo, el medio ambiente y la distribución sectorial y social de la renta están por evaluar. Y lleva la firma del que fuera máximo dirigente de un paraíso financiero, además de impulsor de la evasión fiscal para las empresas multinacionales.

Europa está en un callejón sin salida y no sabe hacia dónde mirar. Hacia el mundo da pánico dirigir la mirada, porque esta globalización lo inunda todo. Hacia el sur da miedo ver lo que pasa, porque los inmigrantes imaginan Europa como la entrada a un paraíso que puede darles trabajo y comida, aunque no tengan otros beneficios sociales. Hacia el Este es mejor no volver la vista, porque de ahí proceden muchas de las amenazas actuales, desde Oriente Medio o Rusia, hasta la sombra agigantada de China. Y hacia el Oeste sí se puede dirigir la mirada, pero la imagen no es nada gratificante: al otro lado del Atlántico las desigualdades permanecen enquistadas aunque la economía crezca, y los riesgos de vivir o de dejar de hacerlo se afrontan desde una perspectiva genuinamente individualizada. ¿Se puede mirar con modestia pero con esperanza a algún otro lugar? ¿Hay que optar por el eclecticismo como consuelo individual y colectivo? ¿O es mejor removerlo todo, porque corremos el riesgo de que la situación siga degradándose?

Lo peor es que Europa tampoco puede mirarse hacia adentro. Y eso provoca una peligrosa sensación de vacío existencial, porque los europeos están habituados a ser el ombligo del mundo. Pero no hay mucho que observar en el epicentro del Viejo Continente: las fronteras pueden volver a levantarse, las luchas internas amenazan con cobrar nuevo brío, y la intolerancia está a la espera de instalarse donde antes hubo consenso. Con ello, la lógica de una “unión más estrecha entre los pueblos de Europa” pierde su funcionalidad y se convierte en residual. La historia parece no pasar página.

Mal camino emprende la UE si permite que los ciudadanos de los países miembros, trabajadores, estudiantes, jubilados o de cualquier condición tengan que viajar con el pasaporte en el bolsillo. Y eso, si no lo remedian las instituciones comunitarias, solo tendrá solución promoviendo otra Europa que alumbre una hoja de ruta distinta y dé el relevo a nuevos dirigentes con más sensibilidad social.

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