Un invierno más cálido para las personas sin hogar

Los albergues no dan abasto cuando acecha el frío. En Gipuzkoa, 600 personas recurren a esta red de acogida. «Yo no elegí vivir en la calle. Ojalá nadie tuviera que pasar por esto», se lamenta Joan Carlos, un portugués que busca salir adelante

Diario Vasco, ARANTXA ALDAZ, 14-12-2014

En el corazón de Tolosa, en ese mercado a cielo abierto donde bulle la actividad comercial durante el día entre el Zerkausi y la plaza Verdura, cada noche se repite un desfile singular. Un goteo incesante de personas sin hogar toma el relevo en las calles en busca de refugio. Es una de las imágenes del invierno. Guardan fila a las puertas del Abegi, el hogar del transeúnte de la localidad abierto por un grupo de voluntarios de parroquia hace casi tres décadas. En silencio, con sus mochilas al hombro, donde llevan sus únicas pertenencias – la documentación, una manta y poco más – , van entrando uno a uno para registrarse en este local, de humildes instalaciones, que no da abasto cuando acecha el frío.

Un día más, también están completos. Diego, que se presenta como ciudadano «¿yugoslavo, por ejemplo?» pese a su acento andaluz, es uno de los primeros pero no tiene plaza, aunque sí derecho a la cena. ¿Dónde pasará la noche? «En un cajero automático», responde con sus ojos agrandados detrás las gafas, extrañado por la ingenuidad de la pregunta. En Gipuzkoa hay más de 600 personas sin hogar, según un censo oficial realizado hace dos años por Eustat que incluye a las que se registran en albergues y comedores sociales. La realidad supera esa cifra. El último recuento hecho por la asociación Kale Gorrian localizó hace poco más de un mes a 87 personas que pernoctaban en la calle, solo en Donostia. La mayoría termina recalando en algún centro de acogida, aunque sigue existiendo un pequeño porcentaje que rechaza la ayuda y prefiere dormir al raso, sin horarios ni exigencias.

«Siempre me intento organizar para dormir en un albergue, pero cuando no se puede te buscas la vida: un cajero, unos soportales, las puertas de una iglesia a cubierto. Este año, por suerte, no me ha tocado. El año pasado sí. Yo no he elegido esta forma de vida. Ojalá nadie tuviera que pasar por esto». Joan Carlos Chacim Dos Santos, portugués de 55 años, es el primero que se arranca a hablar. Hasta se le dibuja una sonrisa aunque se le va borrando a medida que avanza por su historia. «Llevo poco tiempo en la calle, bueno, cuatro años, desde que me quedé sin trabajo». Su última ocupación han sido un par de meses en la vendimia. Trabajó durante más de veinte años en diferentes bodegas en Navarra, añade en su currículum. «He hecho de todo». Incluido trabajar en una mina en León. «No es tan duro – replica – . Lo malo de la mina es la humedad, que te mata los huesos. Pasé siete años ahí abajo y ahora tengo artrosis. Me marché de la mina porque vi morir a dos personas delante de mí por desprendimientos. Si no, me hubiera quedado».

El lastre de la falta de empleo

Mientras tuvo trabajo vivió de alquiler en pisos compartidos. Fue la muerte de su mujer la que marcó el antes y el después. «Murió de cáncer en 2010. Eso fue fatal para mí». Sin hijos ni recursos económicos, se vio en la calle. Se ahorra los detalles. Y entonces se le quiebra la voz. La recupera enseguida para contar que está de paso, camino de Soria, donde vive una hermana que le abrirá las puertas de su casa para una temporada. «Ella no sabe nada de mi situación. Nunca he querido pedirles dinero», se explica. Solo reclama una cosa. «Trabajo. Estoy apuntado en el Inem. Tener trabajo sería la solución».

Muchas de las vidas itinerantes que se cruzan por los albergues para personas sin hogar están lastradas por la falta de empleo, un problema acentuado con la crisis, que ha conducido a un nuevo perfil de usuario hacia la exclusión. Suelen ser en su mayoría hombres, sin una red familiar de apoyo, desempleados de larga duración que han agotado los subsidios. Otros inquilinos habituales son inmigrantes sin recursos, y personas con problemas de adicciones, como las drogas o el alcohol, sobre los que suele planear la sombra de la enfermedad mental. Acabar en la calle suele responder a un cúmulo de circunstancias. La falta de dinero es el motivo que esgrime más de la mitad de los usuarios (53%), seguido del paro prolongado (27%) y el fallecimiento de un familiar (38%). También salen a relucir conflictos familiares (16%), y problemas de alcohol (14%).

«Yo estoy durmiendo en la calle porque me quedé sin trabajo». Quien habla es un argelino, «bereber», especifica. No hace falta preguntarle por su oficio. Tiene unas manos duras, con callos, de obrero de la construcción. Él también parece curtido en la vida en la calle. «A partir de 2009 todo se fue al garate», cuenta este hombre que salió de su país en 1996 con el deseo de cualquier inmigrante, «una vida mejor». No quiere dar su nombre, ni mucho menos salir en la foto. Trabajó en Gipuzkoa y Vitoria. Compartía piso de alquiler, «como hacemos todos los inmigrantes», luego fue pidiendo favores a otros amigos para que le alojaran por unos días hasta que ya no tuvo otra salida. «No tengo ingresos. ¿Qué hago?».

De día, su ‘casa’ es la biblioteca, donde pasa horas y horas leyendo. «Leo todos los periódicos. Me gusta saber qué está pasando, sobre todo la política. Me interesa mucho el tema de Cataluña», ilustra. Cuando le sale «alguna chapuza», se pone manos a la obra para reunir algo de dinero. «Pero eso son días contados». De noche, busca techo en los albergues municipales del territorio y de comunidades limítrofes. «Al final acabas teniendo toda una ruta», el carril le llaman en su argot, un camino que recorre la mayoría de las personas sin hogar, los carrileros, porque las estancias en los centros son limitadas. ¿Y cómo se ve el futuro desde esta situación? Vuelve a salir la palabra trabajo. «Estoy buscando trabajo día y noche. El problema es si no tienes trabajo, no tienes dinero y si no tienes dinero no hay opciones. La solución es el trabajo – insiste – . Si me llaman mañana, estoy dispuesto a cualquier cosa, de verdad».

Alumnas voluntarias

Hay varias cosas que llaman la atención del centro. Una, la tranquilidad, que no encaja con los estereotipos. «En general son personas poco conflictivas. He visto más broncas en bares que aquí. La gente viene a cenar, ducharse, dormir y hablar», resume Isabel, mientras se desliza de un lado a otro con los platos de la cena. Se hizo voluntaria hace seis años, animada tras leer en el periódico que se necesitaban más manos para ayudar en el centro, en el que colaboran otras quince personas, además del personal de cocina, el único contratado. «Me encantó la experiencia y aquí sigo, al pie del cañón», añade sin dejar la sonrisa.

Otra de las sorpresas asoma por la puerta. Tras el timbrazo aparecen Maite, Irene e Irati, tres adolescentes de 15 años. Forman parte de un grupo de alumnos del colegio Hirukide que se han embarcado en un proyecto social. «Cada grupo tuvo que decidir en qué quería ayudar. Nosotros elegimos Abegi. Lo conocemos de las recogidas de alimentos en las que colaboramos», resumen a coro. Su función será la de cualquier voluntario, ayudar en el reparto de la cena, charlar con los usuarios y, por qué no, convertirse en futuros colaboradores. «Suele ser difícil que luego se queden – explica Pedro, uno de los fundadores del servicio – , pero al menos sirve para que se conciencien de la existencia de esta realidad social, de personas que están ahí pero que casi nadie ve».

Julián García es de los que quiere hacerse ver. Tiene ganas de charla. Su sordera no le impide animar la conversación mientras come a dos carrillos unas manzanas asadas que le saben a gloria por la cara que pone y por otra pista fácil de interpretar: es la segunda ración que pide, probablemente porque no sabe cuándo será la próxima vez que pueda llevarse algo a la boca. Intenta hacerse entender para contar que hace unos días le robaron en Valladolid todas sus pertenencias. «Llevaba 16 billetes de 50. Fui a la Policía a denunciarlo y no me hicieron caso. No hay derecho. Ponlo, ponlo», no para de quejarse. Al menos, prosigue, salvó el billete de tren que le envío de vuelta a casa. Eso es lo que cuenta. Está empadronado en Donostia, según consta en el DNI que se empeña en mostrar.

«Esto no es vida»

Durante la cena, las voces las pone el televisor. Acaba de terminar una película western y empieza el Teleberri. Los comensales se concentran en el plato. El silencio se rompe cuando una noticia enciende los ánimos de uno de los alojados esa noche. «El gobierno habla, habla y habla y después nada», pregona un hombre enfurruñado, con marcado acento portugués. Desconfiado al principio, empieza a hablar a regañadientes pero luego coge carrerilla y no para. Se siente abandonado. «Me han negado el paro. No hay derecho. Llevo trabajando varios años. En servicios sociales solo me ponen problemas. ¿Por qué tengo que vivir en la puta calle? ¿Por qué no me dan lo que es mío? Tengo sesenta años y no sé ni si voy a cobrar una pensión. Si tuviera algo no estaría aquí. Nadie quiere estar aquí. Esto no es vida. Esto es una puta vida».

«La vida está como está», masculla con resignación Georghe Thoth. Salió de Rumanía en 2007 para trabajar en la construcción. Pasó la mayor parte del tiempo en Teruel, donde también estuvo empleado en el campo, e incluso viajó por toda España con un circo donde ayudaba en el montaje y desmontaje de las carpas. Pero lleva dos años sin trabajo ni ingresos. No tiene papeles. «Gracias a los albergues no me falta un techo», un consuelo frente a las noches que ha tenido que pasar al raso. Su máxima ilusión es hablar con su hija, que vive en Rumanía y que le acaba de hacer abuelo. Se le ilumina la cara. «Cuando tenía trabajo le enviaba dinero. Ahora como mucho consigo hablar con ella una vez a la semana desde un locutorio. Le cuento que estoy bien, no le quiero preocupar».

Un final feliz

Todas las historias de Abegi no están de paso. El centro hace todo lo que puede, con sus recursos limitados, para servir de trampolín hacia una vida que se le pueda parecer a la normalidad, al menos a salvo de la calle. A un chico, por ejemplo, le acaban de alargar el permiso de estancia todo el mes porque ha logrado un contrato de trabajo y tiene esperanzas de poder salir adelante. A Yuda, de 32 años, también le han echado un cable para encontrar piso de alquiler compartido después de casi diez años con una vida errante, «de una casa a la calle y de la calle a una casa». Tiene «treinta y pico años», dice sin mucha convicción. Su pasado en la calle, todavía muy reciente, los lleva marcados en la cara. Ha perdido sus raíces. «He estado en tantos lugares, que ya no sé ni de dónde soy», sostiene. Sufrió el abandono de sus padres, «si se les puede llamar padres», apostilla, pero pasa de largo en su historia.

Hasta recalar en Gipuzkoa, fijó su residencia en ninguna parte. «Nadie puede imaginarse lo que es dormir en la calle. Me lo siguen recordando los dolores de espalda que tengo. Pero me he cruzado con buenas personas. Nunca me ha faltado una manta o algo para comer». Solo tiene buenas palabras para el albergue tolosarra, diferente a otros que ha conocido «donde la estructura y el funcionamiento se parecen más a una cárcel». Ya vinculado el centro, ahora trata de aprovechar la oportunidad. «Soy artesano, me gustaría vender cerámica. Pero sé que necesito un trabajo con un contrato laboral. De aquí a un tiempo lo conseguiré», se promete camino a su recuperación.

La noche depara un final feliz. Se llama Zakarias y ha estado todo este rato ‘escondido’ en el almacén del local ordenando los congeladores. Isabel, la voluntaria, hace las presentaciones y se deshace en elogios. «Es un tío majo, buen chico». ‘Zaka’, natural de Marruecos, sonríe desde la timidez. Estudió dos años de hostelería, hizo prácticas y ahora busca trabajo en el sector. Vive con su novia, tolosarra, y no ha dejado de acudir al Abegi ni un solo día. Primero tuvo que dormir ahí durante un tiempo. Ahora que la vida le ha dado un respiro se ha hecho voluntario. «Es nuestra mejor carta de presentación», dice orgullosa Isabel.

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