El perpetuo desencuentro
El debate entre represión de blancos hacia negros se eterniza con los mismos argumentos mientras la relación de ingresos entre ambas razas es similar a la de la Sudáfrica del Apartheid
El Mundo, , 05-12-2014– «Los negros que matan a blancos van a la cárcel. Los blancos que son policías que matan a negros no van a la cárcel».
– «Los policías blancos no estarían ahí si no os estuvierais matando entre vosotros».
Fue hace diez días en el programa de la cadena de televisión NBC Meet the Press. Ningún debate resume mejor que éste la opinión de muchos estadounidenses sobre las decisiones de los jurados populares de declarar inocentes a los policías blancos Darren Wilson por la muerte a tiros del adolescente negro Joseph Brown y del vendedor de cigarrillos, también afroamericano, Eric Garner.
En pantalla estaba, por un lado, el profesor (negro) de la Universidad de Georgetown, Eric Dyson. Por otro, el ex alcalde (blanco) de Nueva York, Rudolph Giuliani. Aún faltaban más de 48 horas para que el fallo del jurado en el caso Brown fuera hecho público, pero el debate ya estaba más que definido. Meet the Press se graba en los estudios de la NBC en la Avenida de Nebraska, en Washington, en una zona de árboles y casas señoriales, junto al campus de la American University. Es una zona tan blanca como la leche. Los únicos negros que se ven allí son los conserjes.
Pocas horas antes de que el debate entre Giuliani y Dyson se emitiera, a la 1.45 de la madrugada, los médicos del Hospital United Medical Center declaraban oficialmente muerto al tres veces alcalde de Washington, Marion Barry (negro), de 78 años. El United Medical Center está junto a una carretera también rodeada de bosques y árboles. Pero las casas, allí, son humildes. Y no hay un blanco, salvo que sea alguien que va a visitar el asilo de ancianos que está junto al hospital. Apenas lo separan 22 kilómetros de los estudios de la NBC.
Son 22 kilómetros en los que se pasa de unos ingresos por vivienda que oscilan de 100.000 a 250.000 dólares (de 80.000 a 200.000 euros) a otra en la que la que rondan los 37.900 dólares (30.400 euros) brutos anuales. Y también se pasa junto a la Casa Blanca, en la que vive el primer presidente negro de la Historia de EEUU.
La distancia entre el edificio de la NBC y el United Medical Center es tan grande como la que hay entre Giuliani y Barry. El primero labró su carrera política limpiando Nueva York de delincuentes. Para ello, impulsó la «tolerancia cero», un sistema que venía a significar dar «manga ancha» a la Policía. Eso incluía apoyar a los policías que dispararon 42 veces en 1999 al inmigrante ghanés Amadou Diallo porque lo vieron sentado ante su casa y lo confundieron con un traficante de drogas. El jurado declaró a los policías inocentes, como en Ferguson. Como, otra vez, en Nueva York.
Pero, con Giuliani, la ciudad pasó de tener más de 2.500 asesinatos al año a menos de 600. Su momento de gloria fue el 11-S. A pesar de que la investigación posterior demostró que el Ayuntamiento de Nueva York, con Giuliani, había tenido una respuesta ineficaz a la masacre terrorista, él supo envolverse en la bandera estadounidense e incluso ser candidato a la Casa Blanca.
Barry también tuvo su momento estelar. Pero fue su arresto, cuando el FBI le filmó con una prostituta fumando crack, un derivado muy tóxico de la cocaína, en 1990. Entonces estaba en su segundo mandato como alcalde de Washington. Barry pasó nueve meses en la cárcel y fue reelegido para un tercero.
A su muerte, era concejal por el gueto negro de Anacostia. A lo largo de la última etapa de su vida, Barry había acumulado más de 2.000 euros en multas de tráfico impagadas, y una cascada de acusaciones de corrupción. Claro que, cada vez que alguien le criticaba, su respuesta era la misma: «racismo». Y también aunque no le criticaran, como cuando dijo: «Tenemos que hacer algo con esos asiáticos que vienen a abrir sus negocios» al barrio de Anacostia.
Giuliani y Barry, genio y figura ambos, significan mundos diferentes. Tan diferentes como el de los blancos, que son el 62% de la población estadounidense, y los negros, que suponen el 13%. Los afroamericanos no son la minoría más numerosa –los hispanos alcanzan el 14%–, ni la más pobre –tan dudoso honor corresponde a los indígenas, a los que se sigue llamando «indios»–, pero sus relaciones –o falta de relaciones– con los blancos marcan la política y la sociedad de EEUU.
La relación entre los ingresos del 62% blanco y el 13% negro es la misma que había en la Sudáfrica del Apartheid en 1970. Un varón negro tiene seis veces más posibilidades de ir a la cárcel que uno blanco. La recesión de 2007-2009 además, ha ahondado las diferencias de renta no sólo entre los negros y los blancos, sino también entre los negros y los hispanos y los asiáticos, a pesar de que esos grupos no tienen los sistemas de ayudas públicas de los afroamericanos.
A eso se suma la creciente reivindicación negra en las ciudades. La historiografía oficiosa negra declara que los faraones eran negros, que el cartaginés Aníbal también, y que los africanos llegaron a América antes que los europeos, y anula cualquier responsabilidad de los africanos –o de los árabes– en el tráfico de esclavos, cuando esas dos comunidades fueron las que mantuvieron la trata en activo durante siglos.
Jugar la baza del victimismo negro tiende a ser políticamente rentable. Lo sabía Barry. Y lo sabe Barack Obama. El presidente borró de su biografía a la australiana Genevieve Cook, con la que salió durante tres años, presumiblemente porque es demasiado blanca. En su best-seller titulado Sueños de mi padre, el presidente también recuerda como él y un compañero del colegio se quejaban de que las chicas blancas no querían salir con ellos. Lo que no dice es que su compañero no era negro, sino asiático.
Eso se suma a la percepción de los blancos pobres –los llamados white trash, o «basura blanca»– de que, a medida que pierden peso demográfico, compiten con los negros en los escalafones más bajos de la sociedad. Porque, en general, la situación de los negros no ha mejorado tras el estallido de la crisis en 2007. Así, en unos EEUU cada vez más multirraciales, blancos y negros pierden protagonismo. Pero la suspicacia sigue viva.
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