Pedir en la calle tiene un precio
El Mundo, , 24-11-2014Cristina paga a su jefe 45 euros
al mes para poder pedir en la calle.
Ya ni mendigar limosna le sale
gratis. Cada mañana el destello
del primer rayo de sol entra
por la ventana del cartón de su
casa. Entonces deja su refugio
en el campamento chabolista del
Gallinero, a las afueras de Madrid,
donde residen 440 personas
de origen rumano. La mayoría
niños y jóvenes en una situación
de extrema pobreza.
A Cristina, una joven de 19
años con mirada desconfiada
tras la que se esconden unos
preciosos ojos verdes, la deja
cada mañana a las ocho y media
una furgoneta blanca en la
puerta del Vips de la calle Goya.
Mantas, cartones y un vaso
del Starbucks con unos pocos
céntimos para hacer ruido son
sus herramientas de trabajo.
Como ella, 50.000 rumanos
de etnia gitana malviven en España
de la mendicidad. Un 90%
de este negocio es controlado
por las mafias. Prestan dinero a
sus compatriotas y les reparten
por las esquinas y semáforos de
las grandes ciudades cobrándoles
después un interés altísimo
de lo que ganan pidiendo.
Una de las personas que sabe
de primera mano cómo funcionan
estas mafias es Miguel Fonda,
presidente de la Federación
de Asociaciones de Emigrantes
Rumanos en España (Fedrom).
«En toda Europa hay redes de
delincuencia organizadas desde
Rumanía que trafican con ciudadanos
del Este a los que tienen
trabajando en condiciones
de esclavitud. Casi todos los que
están mendigando en las calles
son extorsionados», asegura.
Cristina fue reclutada hace
dos años en Tandarei, una localidad
rural al sur de Rumanía.
«Un hombre le dijo a mi padre
que me iba a encontrar un
buen trabajo en España. Le pagó
80 euros y me vine en bus
junto con otros paisanos. Cuando
llegué, me dieron a escoger
la forma de mendigar: tirada en
la calle o con muleta en los semáforos.
He querido volver un
par de veces a mi país, pero no
me dejan porque dicen que les
debo mucho dinero», comenta
la joven.
Pasan las horas y el frío acecha.
Los cigarrillos de tabaco
de liar y el cruasán de crema
que se toma Cristina para desayunar
le ayudan a entrar en calor.
Un hombre, con vaso de
plástico en mano y con un forzado
acento de la Europa del
Este, se sienta a su lado. La chica
lo intenta impedir. «¡No tienes
permiso para pedir aquí!
Este es mi lugar de trabajo. Tienes
que hablar con el jefe. Si
no, puedes tener problemas», le
increpa la joven.
A mediodía, un hombre rumano,
vestido con americana,
camisa blanca manchada y con
la comisura de los labios amarillenta del puro de vainilla que
se está fumando, se acerca
acompañado de una mujer con
vestido largo y pañuelo en la
cabeza. Cristina se levanta sin
mediar palabra y desaparece
con ella, mientras que el hombre
se queda mirando fijamente
al otro mendigo apostado en
la puerta. «Oye amigo, aquí pedir
dinero es un trabajo. Si
quieres seguir me tienes que
pagar para que te proteja. Esta
es mi zona y si saben que trabajas
para mí nadie te hará daño
», le dice en tono amenazante
este hombre malhumorado.
Es uno de los que dirige el cotarro
de la mafia en Madrid. Una
lacra para la población rumana.
Eso cree Noelia Martínez,
concejal del PSOE y encargada
del área de Migración y Cooperación
al Desarrollo, que lleva
muchos años luchando por la
integración de los gitanos. «Estas
bandas criminales son una
realidad. Recogen a los mendigos
en furgonetas en los sitios
donde duermen y les reparten
por diferentes zonas. Llevan sobre
todo a menores, mujeres y
discapacitados, que son los más
vulnerables. Los rumanos que
trabajan en otras profesiones
están cansados de este tema.
No quieren que se les identifique
con los que están robando
y pidiendo en las calles».
Alina y Catina llevan 15 años
en Madrid. Llegaron en 1999,
cuando apenas había gitanos
rumanos. Alrededor de 100 familias
formaron un campamento
en el distrito de Fuencarral,
que posteriormente fue desmantelado.
Ahora duermen entre
cartones y colchones rotos
en el puente situado bajo la calle
Bailén. A las siete de la mañana,
aparecen, junto a decenas
de indigentes, en la Plaza de España
madrileña. Se lavan la cara
en la fuente y sacan de una
alcantarilla varios carteles de
cartón que guardan escondidos.
En media hora, un grupo formado
por tres hombres y cinco
mujeres se ha organizado en
una esquina junto a la boca del
metro. Uno de ellos es el hombre
del puro de vainilla, visiblemente
el líder del grupo. El periodista
intenta
plasmar la imagen
del grupo
con su cámara.
Nervioso, el líder
le increpa y
le pide 20 euros
para dejarse fotografiar.
«Si no
pagas no hay foto y si no te vas,
vamos a ir a por ti».
Después de una hora, la pandilla
se disuelve. Dos hombres
se quedan en el semáforo de
Plaza de España pidiendo dinero
a cambio de limpiar cristales,
mientras que las mujeres
avanzan siguiendo al jefe de la
banda por la Gran Vía.
El grupo llega a la Puerta del
Sol. Allí les está esperando otro rumano. El jefe desaparece, dejando
a las mujeres con este
nuevo individuo. Dice llamarse
Andrei, y deja claro desde el
primer momento que él manda
en esa zona y que mendigar allí
no es gratis. «Aquí yo soy el
que elijo quién puede trabajar»,
dice en un forzado español.
Si algún mendigo intruso intenta
contradecirle, la respuesta
es siempre la misma. «Me tienes
que pagar 70 euros. Después yo
te puedo dar una ayuda, por
ejemplo, de 50 euros, pero en dos
semanas debes devolverme 150.
¿Entiendes? Esto funciona así. Te
puedo ayudar a ganar hasta mil
euros al mes y encima te protejo
para que no te pase nada».
Va pasando la mañana y el
centro se llena de turistas a los
que se dirigen los mendigos sin
parar. Cada céntimo que recaudan
lo guardan y siguen pidiendo.
La Policía Municipal les observa
pero ellos juegan al despiste,
esquivándoles de
una esquina a otra.
«No podemos hacer
nada ante esta
mafia. Sabemos
que existe y conocemos
a los jefes,
pero no hay pruebas
para demostrarlo
y ellos siempre
dicen que también
están mendigando.
Esto no hay quien
lo pare. El mes pasado,
una chica de
las que está pidiendo
se volvió para
Rumanía y regresó
la semana pasada
con cuatro más»,
cuenta un agente
que confirma el incremento
de estas mafias en la
capital. «El problema es que no
tenemos ninguna forma de controlarlos,
no sabemos cuántos
hay ni cuánto dinero mueven.
El otro día cogí a una de las chicas
y en su mochila tenía una
bolsa llena de monedas de un
euro, más de 600 había», concluye
el policía.
A las ocho y media de la tarde,
todo el grupo de rumanos
vuelve a reunirse en los jardines
de Plaza de España. El jefe
de los puros de vainilla se acerca
mujer por mujer pidiéndoles
todas las monedas que han recaudado.
Pero parece que no es
suficiente, y empieza a discutir
a gritos con una de ellas, que
acaba sacando de un bolsillo
escondido de su chaqueta más
calderilla para entregárselo.
Al día siguiente, el destello
del primer rayo de sol volverá
a despertar a Cristina y retomará
el dominio de su esquina.
Andrei seguirá colocando
a sus chicas rumanas por la
Puerta del Sol bajo la mirada
impasible de la Policía. Y el jefe
malhumorado que fuma puros
de vainilla seguirá dirigiendo
el negocio de la mafia
en la capital.
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