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Los muros de la vergüenza

Deia, Por Olaia Aldaz, 15-11-2014

Se acaban de cumplir 25 años desde que, el 9 de noviembre de 1989, se derrumbara el muro de Berlín. Por aquel entonces, apenas contaba 10 años, pero recuerdo vivamente las imágenes de los berlineses destrozando la barrera a porrazos y subiéndose al muro, testigos incrédulos del fin de aquella división sin sentido. El muro de Berlín se convirtió en la muralla más icónica del siglo XX y su caída supuso el final de una época. Pero al contrario de lo que se pudiera pensar, aquel suceso no marcó el declive de estas construcciones y en pleno siglo XXI asistimos a un resurgimiento de su uso.

El ser humano ha construido muros desde antiguo. Entre el 8000 y 6000 a.C. aparecen las primeras murallas de arcilla y adobe como elemento arquitectónico defensivo en Oriente Próximo, en la actual Cisjordania. El objetivo de estas construcciones era crear un espacio seguro para defender lo de dentro de las agresiones de fuera. Si al principio se trataba de murallas que rodeaban poblaciones, pronto aparecerían barreras que defendían regiones enteras. Es el caso de dos de las murallas más conocidas en la actualidad: el muro de Adriano, en el Reino Unido, que el citado emperador romano mandó construir entre los años 122 y 132 para proteger la provincia romana del sur de las agresiones de los pictos del norte, y la Gran Muralla China, construida en el siglo III a.C., para proteger el imperio chino de las incursiones que llegaban de Mongolia y Manchuria. A lo largo de la Edad Media volvió a recuperarse el uso de recintos amurallados, debido, en gran parte, a la inestabilidad de la época. En Pamplona, podemos jactarnos de tener nuestra propia versión de muralla medieval, que Castilla obligó a construir, tras la conquista de Navarra de 1512, para defender Navarra de los propios navarros.

Durante siglos, los muros han sido el único modo de defender poblaciones y ciudades. Pero los avances técnicos y tecnológicos, así como el desarrollo de la industria militar, dejaron obsoleto este sistema defensivo, aunque su uso nunca desapareció.

El siglo XX, conocido como siglo de las guerras, alumbrará un nuevo uso para estas construcciones: por primera vez, la función defensiva será sustituida por una función segregativa. Las murallas modernas tenderán a delimitar un espacio y separar una población. “Los muros de la vergüenza” será el término que se popularizará tras el muro de Berlín. Los ejemplos abundan: Las “líneas de paz” de Irlanda del Norte que separan barrios católicos y protestantes, la valla alambrada construida por EE.UU. a lo largo de la frontera con México para contener la inmigración, el enorme muro construido por Israel en Cisjordania, el que separa Corea del Norte de Corea del Sur, la valla que prohíbe a los africanos pisar suelo europeo…

Los muros, además de ser construcciones físicas, conforman barreras mentales, líneas que simbolizan división. Imponen una diferencia a un lado y otro. E imposibilitan el libre tránsito de las personas. Esa es precisamente la lógica que persiguen los muros hoy en día, crear guetos y dividir a la población. Y los navarros podemos jactarnos de tener nuestro propio modelo, un muro imaginario hecho de piedras legales: la ley del euskera, una ley que viene a dividir lo que antes estaba unido y que guetifica el territorio navarro: a un lado de la línea divisoria los euskaldunes, al otro un territorio donde se mezclan los euskaldunes y no euskaldunes, y al otro lado de la segunda línea los no euskaldunes.

Los últimos acontecimientos han creado una pequeña brecha que puede cambiar esta ley: ¿Seremos los navarros capaces de romper este muro, tal y como los berlineses derribaron el suyo a golpe de porrazo? Un último apunte para los defensores de los muros: la historia ha demostrado que, por lo general, no contribuyen a solucionar los conflictos y que no impiden la circulación. En todo caso, pueden crear algún obstáculo, pero como prohibición suelen ser poco eficaces.

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