El color del voto

Marina Silva, negra y de orígenes muy humildes, puede convertirse en presidenta de Brasil, un país multiétnico donde perviven la desigualdad y el prejuicio racial En el último censo, los blancos se han convertido en minoría, pero se mantiene el ‘racismo cordial’ propio del país que importó más esclavos.«A veces, en Brasil se da por hecho que los negros son pobres y criminales», lamenta un experto

Diario Sur, carlos benito, 09-09-2014

Cuando Marina Silva era niña, a las personas de su entorno les habría parecido absurda la idea de que, algún día, aquella cría podría llegar a presidenta de Brasil. De hecho, sus aspiraciones infantiles –mucho más tímidas y modestas– ya se presentaban como algo fuera de su alcance, un vuelo de la imaginación casi intolerable en la hija de unos pobres recolectores de látex: Marina soñaba con ser monja, pero su abuela trataba siempre de devolverla a la realidad, recordándole que para entrar en un convento había que saber leer. El porvenir más probable para aquella adolescente analfabeta estaba allí mismo, entre los árboles del caucho, en un rincón del estado de Acre que ni siquiera aparece en los mapas.

Y, sin embargo, ahí la tenemos ahora, compitiendo con Dilma Rouseff en las elecciones y convertida en el revulsivo de la campaña: cuando la nombraron candidata del Partido Socialista, tras la muerte en accidente de aviación del jefe de filas Eduardo Campos, las encuestas solo asignaban a la formación un 9% de los votos, pero en solo quince días consiguió elevarlas por encima del 30%, con la victoria garantizada en caso de segunda vuelta. La niña que se levantaba a las cuatro y media de la madrugada para encender el fuego, preparar el desayuno y caminar quince kilómetros hasta el seringal, donde ella y sus siete hermanos trabajaban sangrando los árboles, logró burlar a su destino gracias a una hepatitis que contrajo a los 16 años, poco después de perder a su madre y su abuela: la enfermedad –parte de un abultado historial médico que incluye cinco malarias y una leishmaniosis– le permitió viajar a Rio Branco, la capital del estado, en busca de un tratamiento eficaz, y allí se colocó de sirvienta a la vez que empezaba a estudiar con voracidad. En una década, pasó de analfabeta a licenciada en Historia.

Pero, aparte de sus orígenes, humildes hasta bordear la miseria, y de aquella niñez iletrada que le cortaba las alas, hay un tercer factor que convierte sus actuales perspectivas presidenciales en algo todavía más sorprendente: Marina Silva es negra. En realidad, entre sus antepasados aparecen colonos portugueses, nativos americanos y esclavos traídos de África, como un muestrario de la variedad étnica de Brasil, pero ella misma ha elegido presentarse como negra en el apartado ‘raza/color’ del censo. Las estadísticas oficiales sobre este asunto se basan siempre en la categoría que las personas seleccionan para sí mismas, a elegir entre cinco: en el registro más reciente, de 2010, el 47,1% se define como blanco; el 43,7%, como mulato; el 7,6%, como negro; el 1%, como asiático, y menos del 0,5% como indígena. A diferencia de lo que ocurría en el anterior estudio, de diez años antes, la suma de mulatos y negros se sitúa por encima del número de blancos, algo que el propio instituto brasileño de estadística ha achacado en parte a una «recuperación de la identidad racial».

Con esa composición social, tener un candidato negro bien situado para ocupar la jefatura del Estado podría parecer lo más normal del mundo, pero basta echar un vistazo a las élites y los poderes públicos de Brasil para darse cuenta de que no tienen mucho que ver con esos porcentajes que refleja el censo. Los consejos de las principales empresas, por ejemplo, son abrumadoramente blancos. En el Congreso, de los 513 diputados, solo 43 son negros o mulatos; en el Senado, entre 81 miembros, no aparecen más que un par. En 2012, supuso todo un acontecimiento que Joaquim Barbosa fuese elegido presidente del Tribunal Supremo Federal, cargo que ha ocupado hasta este verano, pero el propio jurista ha expresado más de una vez su convicción de que el país no está preparado para un líder negro: «Todavía hay sectores en los que los negros son completamente excluidos. Lo mejor que tenemos es la convivencia amistosa superficial, pero, en cuanto un negro aspira a una posición de poder, aparece la intolerancia», lamentó en una entrevista con ‘O Globo’.

La afición del Mundial
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Marina Silva trabajó durante años con el activista medioambiental Chico Mendes, asesinado en 1988. Fue la senadora más joven de la historia de Brasil y, entre 2003 y 2008, ministra de Medio Ambiente. Marcadamente religiosa, hace años abandonó el catolicismo en favor de la fe evangélica.

Un poco de historia. Brasil fue el destino más importante de esclavos traídos de África:se calcula que acabaron allí casi cinco millones de personas, entre siete y diez veces más que en Estados Unidos. Tras la abolición, en 1888, no se promulgaron leyes de segregación, lo que lleva a menudo a los brasileños a referirse a su sociedad como una ‘democracia racial’. La presidenta Dilma Rouseff recordó recientemente que se trata del país con «la mayor población negra tras Nigeria».

A esa convivencia amistosa, algunos prefieren llamarla ‘racismo cordial’, la peculiar manera de manifestar el prejuicio racial en un país que nunca ha tenido nada parecido al ‘apartheid’ sudafricano ni a las leyes estadounidenses de segregación. Brasil fue el mayor importador de esclavos africanos y el último país del hemisferio occidental que abolió esa forma de explotación, en 1888. Después, en los años 30 del siglo pasado, las autoridades alentaron la inmigración europea en un intento de ‘blanquear’ progresivamente la sociedad. Ese propósito todavía parece latir en algunos ámbitos de Brasil: las series de televisión, por ejemplo, presentan a menudo un país irrealmente caucásico. «Lo blanco es la referencia básica para todo», ha resumido el antropólogo Kabengele Munanga, de la Universidad de São Paulo. En los bloques de apartamentos de lujo se producen curiosas coreografías raciales, con una entrada de servicio para los sirvientes –pieles oscuras– y otra principal para los propietarios –pieles claras–. Un síntoma parecido se manifestó de forma llamativa en el Mundial de Fútbol, donde una selección brasileña predominantemente negra jugaba ante una afición aplastantemente blanca, ya que los precios de las entradas disuadían a las clases populares.

Porque la desigualdad racial, cómo no, tiene un componente fundamental en la economía. La Universidad de Río de Janeiro hizo el experimento de dividir el país en dos –por un lado, los blancos; por otro, el resto– y analizar cómo se desenvolvería cada mitad en el índice de desarrollo humano de la ONU. Brasil ocupaba en aquel momento el puesto 85 del mundo, pero el ‘Brasil blanco’ se auparía hasta la 65ª posición, mientras que el ‘Brasil de color’ retrocedería hasta el lugar 102. La población negra y mulata se sitúa por detrás en todos los indicadores sociales y, pese a esa fluidez en las relaciones de vecindad, sufre de manera cotidiana las consecuencias del prejuicio. «En Brasil, a veces se da por hecho que los negros son pobres y criminales. Ayer mismo, en una ciudad de mayoría blanca del estado de São Paulo, dos policías interceptaron a punta de pistola a un hombre, su hijo y su yerno, acusándoles de robar unas zapatillas deportivas de una tienda. Aunque mostraron la factura, fueron arrestados por resistencia a la autoridad. Eran negros», relata a este periódico Edward Telles, profesor de la Universidad de Princeton y autor de un libro sobre «la importancia del color de la piel» en Brasil.

También estos días, ha causado impacto en las redes sociales un vídeo en el que se ve a un hombre desnudándose en un centro comercial de Salvador de Bahía: «No soy un ladrón. Mire, se lo demuestro», le insiste al vigilante de seguridad. La web ‘Não sou racista, mas…’ recoge expresiones verbales de racismo a pequeña escala, a menudo inconsciente, tantas veces precedido por esa coletilla exculpatoria: «No soy racista, pero esa boca no es normal», dice una. El profesor estadounidense también trae a colación el fútbol, un ámbito en el que abundan las ofensas racistas: hace solo unos días, al portero del Santos, los seguidores del Grêmio le estuvieron llamando «mono» desde las gradas, y hay sufridores de largo recorrido como el árbitro Márcio Chagas da Silva, que ha acumulado más de 200 vejaciones racistas a lo largo de su carrera. En marzo, hinchas del Esportivo le gritaron que volviera a la selva y le dejaron plátanos en el coche.

Muchos contemplan la ascensión política de Marina Silva con la esperanza de que incida de forma positiva en estas cuentas pendientes de la sociedad brasileña. «Es un buen signo que personas de todos los colores se den cuenta de que los negros, o los no blancos, son capaces de liderar este país tan complejo. Entre otras cosas, el rol que Marina Silva propondría para los niños y las niñas de color sería tremendo», analiza el profesor Telles, como un eco de aquellas aspiraciones inviables de la Marina adolescente. Pero tampoco se deja llevar por el entusiasmo: «Por otro lado, no creo que tuviese gran efecto en el prejuicio racial, porque está arraigado de manera muy profunda en la sociedad brasileña».

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