Córdoba / Laye CondeInmigrante que saltó la valla de Melilla

«En Guinea no tenía nada. Iré donde mi vida sea mejor»

Salió de Guinea en dirección a Europa. Hablamos de cinco países y 4.995 kilómetros. Una distancia sideral para quien no tiene un céntimo. Y aquí está, dos años después, con su sueño entre las manos

ABC, aris morenocórdoba, 01-06-2014

EL joven que tienen en la imagen es uno de los cientos que han cruzado la valla de Melilla que les separa del sueño europeo. Su periplo hasta llegar a este punto del planeta es idéntico al de miles de subsaharianos que han recorrido miles de kilómetros buscando el Mediterráneo. Laye Conde salió de Guinea hace más de dos años. Sin maleta, ni mochila, ni bolsa de viaje. Solo una camisa, unos pantalones, unas zapatillas y un destino: llegar a Europa a cualquier precio. «En Guinea no tenía nada», declara en una sala desnuda del centro de inmigrantes de Baena dependiente de la Cruz Roja. «Mi padre tenía su familia pero yo no. Si no tengo dinero ni trabajo, ¿cómo voy a buscar una mujer y construir mi futuro? ¿Qué podía hacer?».
En un remolque

Llegó a Malí a bordo de un remolque. Es la forma más barata de viajar en África. De Malí se desplazó a Senegal y de Senegal a Mauritania. Unos días trabajaba, otros subsistía con lo que le daba la gente. Dormía donde podía. Más tarde regresó a Malí y finalmente entró en Argelia. En el país magrebí atravesó el ardiente desierto a pie. No llevaba nada. Unos vaqueros, una chaqueta y una camisa. Cuando la temperatura era insoportable se anudaba la chaqueta y el pantalón al costado y seguía caminando. Noche y día. Si tenía sueño se recostaba sobre la arena y si sentía sed se detenía en los poblados que se encontraba en el camino. «La gente nos daba agua y comida y llevábamos lo que nos cabía en los bolsillos. No más», detalla.

Para orientarse a través del desierto seguía las indicaciones de los lugareños. A veces, cuando reunían dinero suficiente entre un grupo de subsaharianos, pagaban a un guía para que los acompañara sobre la planicie infinita. Alcanzó Melilla un día indeterminado de noviembre. Nunca había oído hablar de su existencia hasta que estuvo a pocos kilómetros. Como cientos de inmigrantes, se estableció en el monte Gurugú para refugiarse en el bosque. A la espera de un momento adecuado para intentar el asalto de una triple valla metálica de siete metros de altitud y coronada por cuchillas. Las tristemente famosas concertinas. «Veía las vallas pero no me acercaba. Tenía miedo por la policía marroquí. Si te veían merodeando te pegaban en los brazos y en las piernas», relata mostrando la cara inferior de sus extremidades.

Un día de marzo llegó su momento. Un martes. Laye Conde logró colarse en una avalancha de varios cientos que se emboscaron en la negritud de la noche. Fue una acometida veloz y caótica. Escaló la valla y cuando la coronó comprobó que quienes le precedían habían neutralizado ya las cuchillas. No sabe cómo. Al cruzar a Melilla se sintió enfermo. Estaba exhausto del esfuerzo. Consiguió esconderse en una cueva y ponerse a salvo de la policía española. Allí se agazapó durante toda la noche hasta que el hambre, a mediodía, lo empujó hacia la ciudad.

—¿De qué huye un africano de África?

—Yo no puedo hablar por todos. Hay mucha gente, muchos países, muchas comunidades. Cada uno tiene sus objetivos y cada cual conoce sus problemas.

La conversación tiene lugar en francés. Amadou, un joven senegalés, nos hace de improvisado traductor. Antes de sentarnos, Laye Conde se ha sometido al reportaje gráfico de rigor. Decenas de fotografías que ha soportado estoico sentado en la litera, de pie, sobre la puerta, de lejos, de cerca. Afuera, un grupo de subsaharianos departen en el porche en una clara mañana de sol. El centro tiene capacidad para 20 camas, distribuidas en varias habitaciones con literas. Aquí comen, duermen, se asean y siguen varios cursos de instrucción básica. Algo de formación en español y mucho deporte. Las normas dicen que el tiempo máximo de alojamiento no puede exceder los tres meses. Luego, a buscarse la vida. Desde que se puso en marcha este centro de acogida a inmigrantes, nunca ha habido ningún problema con la población local, subraya una de las empleadas. En la recogida de aceitunas, se llena de temporeros que vienen a asearse pero no pernoctan en sus instalaciones.

—¿Qué espera del sueño europeo?

—Yo salí de África para buscar trabajo aquí. Si me hubiera quedado allí, seguramente las cosas no hubieran marchado como yo deseaba.

—Si los africanos se van de su tierra, ¿quién salva África?

—Los que vienen aquí cumplen con las normas de aquí. Y todos mandan dinero a su familia en África para ayudarlos. Si allí estábamos mal, por lo menos algo podemos cambiar nuestras vidas.

—¿Viaja con billete de ida y vuelta?

—Sí, claro. Yo pienso volver a África. Aunque gane todo el dinero del mundo, debo volver donde están mis padres.

—¿Prefiere vivir en Europa?

—Estaré donde mi vida sea mejor.

Sus palabras regresan recurrentemente al mismo lugar. Necesita un trabajo para vivir y allí en Guinea no tenía futuro. Lleva dos años y medio fuera de su país, lejos de su gente, y en los últimos siete meses únicamente ha hablado por teléfono con ellos en dos ocasiones. La suya es una familia estándar en Guinea. Trece hermanos. Su casa está fabricada con chapa y ladrillo, y disponía de lo básico. Agua corriente, cocina y dormitorios. Su pueblo se llama Lola. Así, como suena, con nombre de mujer. Una localidad más grande que Baena, cuya cifra de habitantes ignora. Antes de tomar la decisión de cruzar medio continente camino de Europa, se dedicaba a estudiar bachillerato y a ayudar en las labores del campo. «Aquí en España», dice, «si lloras alguien te seca las lágrimas». «Eso demuestra», agrega, «que aquí hay quien quiere ayudarte».

—¿Hay fronteras contra el hambre?

—Yo creo que no debería de haber vallas. Europa es un continente de gente blanca, vale, pero debemos unirnos aunque seamos diferentes.

—Decenas de inmigrantes mueren cada año en el Estrecho. ¿Tiene miedo?

—Yo sé que hay gente que muere cada año, cada momento. Muchos mueren en el agua, en los caminos, en las vallas, pero no tenemos otra opción si queremos buscarnos la vida. Yo vengo para vivir, pero sé que la vida y la muerte van unidas.

—En las elecciones europeas del domingo, se dispararon los partidos contrarios a la inmigración. ¿Sabe realmente dónde viene?

—Sé que hay mucha gente en contra de los inmigrantes. Hay gente que piensa bien y otros que piensan mal. La vida es así. Pero los que piensan mal miran al pasado y los que piensan bien, al futuro.

—¿Qué le dice a los europeos que no quieren inmigrantes?

—Que aunque no tengamos el mismo color tenemos la misma sangre.

—Si mira para atrás, ¿qué ve?

—Si pienso en mi madre y mi padre mi corazón se pone triste. Llevo dos años y medio luchando por llegar hasta aquí y no los he visto en todo este tiempo. Todavía no he conseguido lo que quiero.

—Dos meses después de pisar España, ¿se parece al paraíso que imaginó?

—Hay diferencias.

—¿Qué sueño se le ha roto?

—Me ha decepcionado no haber encontrado trabajo.

—¿De qué quiere trabajar?

—Me da igual. En el campo, donde sea. Me gusta la electricidad.

—¿Qué es el éxito para Laye Conde?

—Ganar algo para poder vivir tranquilo y en paz. Estoy cansado y ya soy mayor. Si regreso sin nada, ya será tarde para mí.

—¿Y qué es la felicidad para usted?

—Soy feliz si estoy aquí. No he venido a Europa a quedarme de brazos cruzados. Lo que quiero es trabajar.

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