La isla de los cementerios
Europa ignora la tragedia que se vive en Lampedusa, donde son miles los que sepultan sus sueños en tumbas sin nombre
El Mundo, , 16-05-2014Para ser una isla de tan sólo 6.000 habitantes, Lampedusa tiene muchos cementerios. Además del camposanto de toda la vida, recoleto, encalado de blanco, situado junto al mar y lleno de tumbas repletas de flores, de crucifijos de metal y de conjuntos escultóricos de ángeles, está el otro cementerio.
Ese camposanto es un trozo de tierra estéril, una fosa común con tan sólo unas rudimentarias cruces de madera clavadas directamente en el suelo. Sin lápidas, sin nombres, porque no se sabe quiénes eran los que están enterrados aquí. Apenas se sabe que era gente que venía de lejos, gente que se jugo la vida tratando de alcanzar Europa y de dejar atrás guerras, dictaduras, hambrunas y otras atrocidades. No lo lograron.
Hay aún otro cementerio más en esta isla: se encuentra enfrente del puerto y es un cementerio de pateras, el lugar donde se acumulan los restos de las barcazas en las que muchos inmigrantes han llegado hasta aquí, y en las que otros muchos han perdido la vida. Produce escalofríos imaginar esas viejas embarcaciones de madera, obsoletas y en nefastas condiciones, repletas de gente y surcando las aguas del canal de Sicilia. Y hay un último cementerio, el mayor de todos. Es el mar Mediterráneo, y aunque nadie sabe cuántos muertos descansan en sus profundidades, se calcula que en los últimos 20 años podría haberse tragado unas 20.000 vidas. Sólo el lunes, en un nuevo naufragio, engulló 19 vidas, sin contar las decenas de cuerpos que no han sido recuperados. Y en octubre sacaron de estas aguas 366 cadáveres.
Bienvenidos a Lampedusa, la puerta de Europa. Por esta isla, la última frontera del sur de Europa, es por donde más inmigrantes tratan de entrar en el Viejo Continente. Y la presión no deja de aumentar: según datos de Frontex, la agencia de la UE que se ocupa de la inmigración, en los cuatro primeros meses de este año el número de inmigrantes ha aumentado en un 823% respecto a ese mismo periodo de 2013.
De enero a abril han desembarcado en Sicilia 25.650 inmigrantes, y otros 660 en Puglia y Calabria. Y se espera que la cifra se dispare en los próximos meses, cuando el verano haga menos peligroso hacerse a la mar. Según revelaba en una comparecencia ante el Senado hace sólo unos días el director de la Central Italiana de inmigración y la policía de fronteras, Giovanni Pinto, en Libia podría haber entre 600.000 y 800.000 personas esperando a embarcar.
Tolstoi decía que todas las familias felices se parecen, mientras que las familias desdichadas lo son cada una a su manera. Pero las historias de quienes llegan aquí a Lampedusa, vivos o muertos, son todas parecidas e igual de espantosas. «Son historias que pareccen una fotocopia una de otra: gente que ha vendido todo lo que tenía para sobrevivir, que ha pagado unos 4.000 euros para evitar una muerte segura en su país a causa de una guerra, de una persecución política o de una hambruna, que ha hecho una devastadora travesía a pie por el desierto, que ha soportado golpes y humillaciones, que ha sido transportada como bestias. Sólo alguien que está muy desesperado y que sabe que le espera una muerte segura es capaz de jugarse la vida tratando de llegar hasta aquí en una de esas barcazas», nos cuenta Donato De Tommasso, el responsable de los carabinieri de Lampedusa.
«Estamos ante un flujo cíclico», sentencia Giusi Nicolini, la alcaldesa de Lampedusa. «Lo que tendrían que hacer los responsables de la Unión Europea es hablar menos y venir a ver esto con sus propios ojos. Así entenderían de una vez por todas que no nos pueden seguir dejando solos con todo esto», añade.
«Europa no quiere ver lo que está ocurriendo aquí, escurre el bulto y mira para otro lado. Pero si somos humanos no podemos dejar de ayudar a esta pobre gente», sostiene Roberto Ruggia, coordinador de los médicos voluntarios de la Orden de Malta que acompañan a los militares de la Guardia Costera cada vez que reciben la alarma de que ha sido avistada una barcaza repleta de inmigrantes y se lanzan a toda prisa al mar a socorrerlos.
Exactamente los mismos reproches que en los últimos días varios ministros del Gobierno italiano y el jefe del Ejecutivo, Matteo Renzi, han lanzado contra Bruselas. «Europa salva a los bancos y deja a morir a madres con niños», soltaba el otro día. «Vuelve la cabeza para otro lado cuando vamos a socorrer a personas en dificultad». Mare Nostrum, el dispositivo puesto en marcha por Italia para patrullar el Mediterráneo, le cuesta a Roma 300.000 euros diarios. Pero no es el dinero lo que le importa a toda la gente que aquí en Lampedusa se deja la piel socorriendo a inmigrantes. Lo que les duele es la impotencia de no poder salvarlos a todos y sus penalidades infinitas.
«El Gobierno de Bruselas tendría que abrir oficinas en el norte de África, en Libia, en Túnez, en Egipto, donde pueda, que recibieran las solicitudes de asilo de esa gente y que coordinaran luego su traslado ordenado a Europa», aventura la alcaldesa de Lampedusa.
Si así fuera Antonella Godino, una médico voluntaria de 25 años, dejaría de ver imágenes como la que vio hace sólo unos días y que no consigue quitarse de la cabeza: «Era una mujer eritrea, muy joven, con un recién nacido y una fuerte hemorragia. No sabemos por lo que había pasado, donde ni cómo dio a luz. Nosotros la hablábamos y ella estaba muda, ausente, con la mirada perdida. Ni siquiera quería el agua que la ofrecíamos. Estaba completamente aterrada».
Italia también pide a gritos cambios en la legislación europea, que ahora mismo exige que los refugiados permanezcan en aquel país por el que entraron a Europa y donde hicieron su solicitud de asilo. «Nosotros no podemos acogerles a todos, y la mayoría de los propios inmigrantes no se quieren quedar en Italia. Ésta es una legislación absurda», se queja el lugarteniente Donato De Tommasso.
«Si Europa continúa mirando para otro lado seguirá habiendo muertes y seguirán creciendo los partidos xenófobos que hablan de impedir la entrada de todos estos inmigrantes, de cerrar nuestras fronteras. Que me expliquen cómo se cierra el mar, es imposible», concluye Giusi Nicolini.
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