NUEVOS VASCOS | RUMANIA

Mariana Dumitrum: «La pobreza y la necesidad endurecen a las personas»

"Del País Vasco valoro el entorno y, en especial, la calidez de su gente", dice esta ama de casa que se afincó en Getxo hace ya una década

El Correo, - LAURA CAORSI | BILBAO. , 28-04-2014

Bucarest tiene el edificio administrativo más grande de Europa, el Palacio del Parlamento; avenidas anchas y arboladas, al estilo de París; parques y jardines maravillosos, como el Cismigiu o el Herastrau. Hace treinta años, cuando todavía estaba Nicolae Ceausescu en el poder, la capital de Rumanía tenía, además, doce orfanatos. Mariana Dumitru se crió en el número seis. Era de chicas. Ingresó cuando tenía cinco años y se marchó en cuanto cumplió los dieciocho.

«Mis padres eran alcohólicos», dice sin que cambie su tono de voz. «Mi padre falleció, así que mis hermanos y yo nos quedamos sólo con mi madre. Obviamente, por sus problemas con la bebida, ella no podía cuidar bien de nosotros, así que el Estado intervino y le quitó la custodia de los cinco. Mi abuela se hizo cargo de mi hermana mayor. Uno de mis hermanos fue adoptado por una familia, y los otros tres dos chicas y un chico crecimos en orfanatos, pero separados. Nos llevó algunos años reencontrarnos».

Los orígenes de Mariana se enmarcan en un contexto tan duro como su breve y directo relato. Según algunos cálculos, en 1989 existían alrededor de 700 orfanatos estatales repartidos por todo el país que albergaban a más de 150.000 niños. En algunos casos, como el suyo, los pequeños procedían de entornos familiares complejos. En otros, venían de familias muy numerosas que no los podían alimentar. La ‘epidemia de orfandad’ de aquellos años, así como las condiciones en las que crecieron muchos de esos niños, constituye una de las etapas más tristes y aciagas de la historia reciente de Rumanía.

No obstante, los recuerdos de Mariana son dulces. Mejor dicho, agradecidos. «El orfanato donde yo crecí estaba bien. Comíamos un poco como en la mili, pero nos alimentaban a todas. Había té con pan, mantequilla y mermelada en el desayuno, sopa al mediodía y luego estaba la cena. Íbamos a la escuela pública, donde estudiábamos con otros niños, y cuando volvíamos al orfanato hacíamos los deberes con las profesoras. En verano, durante las vacaciones, nos llevaban de excursión y de campamento. En esos casos, siempre coincidíamos dos orfanatos. El dos y el ocho, el uno y el diez…». Cuando coincidieron el seis y el tres, Mariana se reencontró con su hermano.

«A mis hermanos los encontré así. Nos veíamos allí, o algún domingo, en el circo. Siempre había un día gratis para los niños de todos los orfanatos», explica Mariana, que dejó el suyo cuando cumplió los dieciocho. Así empezó su vida adulta, una etapa independiente. Localizó a todos sus hermanos y recuperó el contacto con ellos. Y, en 2004, emigró. «La situación en mi país era muy mala. Los sueldos son bajos y el coste de vida es muy caro. Yo creo que somos más fríos por eso, a causa de la pobreza. Las necesidades endurecen a las personas», analiza.

Los lazos en Euskadi

Llegó al País Vasco gracias a una amiga suya, con la que se crió en el orfanato. «Ella vino primero y, al cabo de dos años, me hizo venir a mí. Yo siempre trabajé en casas y, cuando llegué, tuve la suerte de conocer a una familia estupenda. Trabajé con ellos durante ocho años, hasta que me quedé embarazada y tuve a mi hijo», dice, y su voz se suaviza con las últimas palabras. «De aquí me gustan muchas cosas. El entorno, por supuesto, las playas de Gorliz y Plentzia, que son increíbles, pero sobre todo la gente. Ahí es donde está la diferencia, porque Bucarest también tiene cosas bonitas. Lo que le falta es la calidez».

En este juego de comparaciones, Mariana entiende que «haber venido es un acierto». No sólo por ella misma, o por tener la ocasión de darle a su hijo una infancia diferente de la suya, sino porque con el paso de los años ha conseguido reunir aquí a buena parte de su familia y sus principales afectos. «Excepto uno de mis hermanos, que se quedó en Rumanía, los demás estamos aquí. Cada uno ha formado su familia, todos hemos tenido hijos. Mi sobrina más pequeña nació hace pocos días. Es hija de mi hermano y su pareja, que es vasca».

«Además, aquí tengo muchos amigos, todos del orfanato desvela. En total somos quince y formamos una gran familia. Cuando hay un cumpleaños, o una celebración, nos reunimos todos y es maravilloso. También hemos podido encontrar a otros, gracias a las redes sociales como Facebook, donde tenemos creado un grupo con los distintos orfelinatos de Budapest. Muchos de aquellos niños, que ahora son adultos como yo, han emigrado a Inglaterra, Francia o Italia. Pero aún así estamos en contacto. Nos unen lazos muy fuertes», concluye.

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