El chico de la farola

La Voz de Galicia, Fernando Onega , 29-03-2014

Uno de mis recuerdos de aldea es el de mi pariente Pepe da Granda, el electricista. Un día llegó la luz a Mosteiro y con ella apareció Pepe, poseedor de artes mágicas que le permitían entrar y manosear en el transformador, a pesar del letrero que avisaba: «Peligro de muerte». Pero lo que más envidiaba de su trabajo es cómo subía a los postes del tendido: con un artilugio que sujetaba a sus botas y le permitía trepar hasta lo alto como un gato. Si hace medio siglo me hubieran preguntado qué regalo quería para el cumpleaños, pregunta imposible en mi infancia, hubiera respondido: «Unos enganches como los de Pepe». Podría ser el instrumento fantástico para subir a los árboles y hurtar en los nidos, aunque fuesen de pegas. Nunca los conseguí ni Pepe da Granda me los prestó, y ese es uno de mis traumas de pubertad.

Me recreé en ese recuerdo al ver al inmigrante que se subió a una farola en Melilla y allí permaneció tres horas, según las crónicas. Pero ha superado mucho a Pepe da Granda: subió sin más ayudas que sus piernas, sin ningún auxilio metálico ni mecánico. Y la farola es bastante más alta que los postes del tendido de Mosteiro. O ese tipo es un superhombre, o tiene piernas y manos de acero con un imán para no resbalar, o tenía tal miedo que ni resbalar le dejaba. Me quedo con esta última tesis, lo cual no disminuye para nada la admiración que provoca por su fuerza y por su capacidad de resistencia en lo alto de la farola. Yo no haría ninguna de las dos cosas ni con las espinacas de Popeye.

Ese chico, del que desconozco incluso la nacionalidad, había pasado lo peor: la alambrada de las concertinas. Si estuviera bien informado, sabría que una vez superada la valla, aprobó el ingreso en España, que es decir en Europa. Pero de pronto lo invadió el pánico a lo desconocido, no veía más que guardias en su entorno, los guardias en su país quizá no anuncien nada bueno, y decidió pedir auxilio de la Cruz Roja. La Cruz Roja no devuelve inmigrantes a su lugar de origen y no se recorre el desierto con hambre y penalidades para que te hagan volver, aunque sea en avión.

Ese chico representa el esfuerzo máximo. Se agarra a su farola, porque es su seguridad, quizá incluso su libertad. Yo lo convertiría en símbolo de la angustia de esos miles de personas que, según dicen, esperan en los montes de Marruecos el momento del gran salto. Lo convertiría en símbolo de todos los que han conseguido saltar la valla y, una vez conseguido, se suben a lo que sea con tal de no desperdiciar su esfuerzo. Y dicho esto, decidme: ¿no os temblaría la mano si tuvieseis que firmar su repatriación? ¿Somos también en esto tan poco humanos como para devolverlo al hambre? Espero que no.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)