La valla de Melilla
La Vanguardia, , 26-03-2014Entre los muchos sucesos, por lo general malos, que día tras día se producen fuera de nuestras fronteras o dentro de ellas, ninguno más complejo y que mejor exprese la confusión en la que vivimos que el ocurrido en la frontera misma. En puridad no es un sólo suceso, sino varios, pues varios han sido los intentos de forzar la entrada en España a través de la valla de Melilla o la de Ceuta, distinto el éxito en conseguirlo y diferentes los medios utilizados para impedirlo. Conceptualmente pueden ser tratados, sin embargo, como diversas manifestaciones de un suceso único, pues genéricamente sus protagonistas son iguales y utilizan medios análogos para conseguir el mismo objetivo. Siempre grupos de subsaharianos pobres y desarmados que pretenden entrar por la fuerza en el paraíso europeo, venciendo la resistencia de la Guardia Civil y la Gendarmería marroquí y pasando por encima de la valla que les corta el paso.
JAVIER AGUILAR
Los aspectos más comentados de este suceso a la vez único y múltiple han sido los relativos a la proporcionalidad de los medios utilizados (las pelotas de goma disparadas por la Guardia Civil, las concertinas de las vallas) y la práctica de la “devolución en caliente”, cuya compatibilidad con el derecho europeo en la materia ha sido cuestionada por uno de los miembros de la Comisión. Tanto la Comisión como nuestro Gobierno han insistido también en la necesidad de luchar contra las mafias. Aspectos todos muy importantes, pero relativos todos a los medios, como si sólo estos importaran y no el fin que con ellos se persigue.
Esa limitación del campo de análisis sólo tiene sentido si se da por supuesto o bien que la licitud del fin está fuera de toda duda o bien que es función de la de los medios utilizados para conseguirlo porque los medios justifican el fin, o más precisamente, porque este es justo si aquellos son lícitos e injusto si no lo son. Una aberración opuesta a la de quienes creen que el fin justifica los medios, pero tan frecuente como esta. Pero para no hacer agravio a los políticos y periodistas que han participado en este debate, hay que suponer que todos están convencidos de la justicia intrínseca del fin: de que no hay duda alguna de que los estados pueden negar la entrada en su territorio a los extranjeros que no cumplan los requisitos exigidos.
Si como criterio de la justicia se toma el derecho positivo, el ordenamiento vigente, así es sin duda, pero el razonamiento es circular y se aproxima mucho a la aberración antes comentada. La violencia física legítima cuyo monopolio dentro del territorio tiene el Estado no es legítima porque su ejercicio esté regulado por las normas que el mismo Estado dicta, sino porque este apoya su pretensión de legitimidad en ideas y valores básicos de nuestra cultura.
Y aquí comienzan los problemas. Ninguna idea más básica que la de la igualdad de los seres humanos, de la que lógicamente se sigue la del igual derecho de todos a los bienes que la naturaleza nos ofrece. Pero ninguna realidad más evidente que la de que las limitaciones de todo tipo, en tiempo y en espacio, hacen imposible realizarlo sin lucha y que la voluntad de evitarla está en el origen de las instituciones políticas. El Estado monopoliza el uso de la violencia para asegurar que los sometidos, súbditos o ciudadanos, respetan las normas que aseguran la propiedad de los bienes y la utiliza frente al exterior para defender contra otros estados la integridad de su territorio.
A menos que sean instrumento de otro Estado, como sucedió excepcionalmente en la marcha verde, los extranjeros que pretenden entrar pacíficamente en ese territorio, sin embargo, no pretenden desmembrarlo ni sustraerlo a su soberanía, sino someterse ellos mismos a esta. Por eso, desde el punto de vista de la igualdad, es decir, desde el punto de vista de la moral universal, cabe concluir que, como un distinguido teórico norteamericano, el profesor Bruce Ackerman, sostuvo hace treinta años en un libro entonces muy comentado, el Estado no tiene derecho a prohibir la entrada de los extranjeros por el simple hecho de serlo. Y hasta tiempos muy recientes, efectivamente no pretendía tenerlo: las fronteras, los puestos fronterizos y los pasaportes son inventos del siglo XIX; las cuotas de inmigración, del XX.
Pero eran otros tiempos. Había una emigración masiva desde Europa y Asia hacia América, pero no en sentido contrario, ni dentro de Europa, ni desde Latinoamérica o África hacia el Norte. Ahora, en un mundo más poblado, con facilidades de transporte y de comunicación muy superiores a las de hace un siglo, los movimientos migratorios masivos son mayores y van de Asia hacia el resto de mundo, pero sobre todo, en el hemisferio occidental, de Sur a Norte: el mundo pobre quiere gozar al menos de las migajas de la mesa de Epulón y este teme por sus manjares y cierra sus puertas.
Para pretender que es legítima la fuerza utilizada al hacerlo, se dejan de lado los derechos derivados del principio moral universal y se apela a otro concepto en cierto sentido opuesto, el de deber, que se inserta en una frase rotunda, pero tramposa: las fronteras se cierran porque el Estado tiene el deber de proteger el bienestar de su pueblo. El Estado figura en ella como un ente abstracto, y el conjunto de sus ciudadanos, como un objeto necesitado de protección. La trampa queda al descubierto con un simple cambio de términos: el de pueblo por el de nación. El Estado es el instrumento que la nación soberana utiliza para proteger sus riquezas frente al apetito de los pobres de este mundo. La soberanía se transforma en propiedad privada, aunque colectiva, y la moral es sustituida por la ética de grupo, de la que es difícil derivar principios universales.
La dudosa moralidad de la finalidad perseguida no puede ser compensada por la moderación de los medios utilizados para lograrla. Más bien lo contrario. Es la debilidad moral del fin la que obliga a condenar el empleo de medios eventualmente letales y a considerar ilícitas las devoluciones en caliente. Pero también debería llevar, por ejemplo, a una redefinición del derecho de asilo e incluso a abandonar la intolerable equiparación de los inmigrantes con mercancías cuyo transporte, como la coca o el hachís, es ilegal y queda por eso en mano de mafias. Pero de esto, si acaso, otro día. Por hoy me contento con haber puesto de relieve, a propósito de este triste suceso, que el empleo de sustantivos distintos, pueblo y nación, para designar la misma realidad, nunca es inocente.
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