Inmigrantes: ¿Y nuestros sentimientos morales?
La Voz de Galicia, , 21-03-2014En el 2009 se publicó en España uno de esos libros que todos deberíamos leer: La invención de la libertad, escrito por Lynn Hunt, una ya entonces veterana profesora de la Universidad de California.
Interesante por muchos y muy variados motivos, su idea central, que Hunt tomaba prestada de una obra clásica del pensamiento occidental (La teoría de los sentimientos morales, debida a la pluma del gran economista Adam Smith, aparecida en 1759), puede resumirse en una frase: que en el nacimiento y desarrollo de la libertad y los derechos, la empatía, es decir la capacidad de los seres humanos para sentir como propio el sufrimiento de nuestros semejantes, acabó por jugar un papel fundamental.
Los ideales de la libertad y los derechos fueron asentándose, de hecho, a medida que la empatía hacia los torturados, los condenados a muerte, los encarcelados en condiciones infrahumanas, los miserables, los niños abandonados a su suerte o las mujeres maltratadas por hombres poderosos logró penetrar en el alma de quienes no padeciendo ninguna de esas desgracias llegaron a sentirlas como si ellos mismos las sufrieran.
Por eso, en pleno siglo XXI, cuando la libertad y los derechos son patrimonio esencial de las democracias europeas, extraña hasta el escándalo la poca, cuando no nula, empatía que produce en los habitantes de las, pese a la crisis, opulentas sociedades de Occidente el terrible sufrimiento de esos inmigrantes que viven tras las vallas que los separan de la posibilidad de luchar por alcanzar el bienestar. Y no hablo solo de las cuchillas que cortan las manos y las piernas de quienes tratan de pasarse al otro lado, con la misma ilusión con que los habitantes del falso paraíso socialista trataban de saltar el muro de Berlín o los balseros cubanos de huir de su prisión entre palmeras.
Hablo de la empatía que debiera generar, y sorprendentemente no genera, la terrible y solitaria desgracia de los miles de miserables que viven escondidos como alimañas en lo montes vecinos a Ceuta y a Melilla, para quienes no somos capaces de impulsar otra solución que levantar vallas más altas, con mallas más estrechas.
¿Nada más pueden hacer para enfrentarse a ese gravísimo desafío a nuestra cultura de respeto a la igualdad y los derechos humanos los gobernantes de algunos de los países más poderosos de la tierra? ¿No es posible una acción política y económica, impulsada por la ONU y la UE, y concertada con los países de procedencia, para tratar de evitar que la frontera del norte de África siga siendo la de la libertad? ¿O es que esos hombres y mujeres que besan nuestro suelo como ninguno de nosotros lo haría en público no merecen un esfuerzo por buscar una solución diferente a la del palo y tentetieso? ¿Dónde está nuestro sentido de la empatía, es decir, de la piedad?
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