«Llevo aquí dos años. No voy a dejar de intentar saltar ahora»

Centenares de personas aguardan en el Gurugú su oportunidad para cruzar

La Voz de Galicia, maría cedrón, 16-03-2014

El olor a madera quemada comienza a percibirse. Atrás queda un camino escarpado de rocas que da acceso a lo más alto del Gurugú, la montaña convertida en campamento para centenares de inmigrantes que esperan su turno para saltar la valla que separa Marruecos de Melilla. No es fácil llegar. El camino es complicado y hay que pagar peaje, la rasca, como dicen en esa parte del norte de África. «Aquí en el lado marroquí – comentan en la frontera – todo va con dinero. Es lo que te salva». En medio de los pinos empiezan a vislumbrarse unas pequeñas tiendas confeccionadas con plásticos cuyo único anclaje son unas piedras. Entre ellas grupos de subsaharianos charlan en torno al fuego. El olor emana de las fogatas diseminadas por el campamento. Es su forma de protegerse del frío y la humedad del Gurugú.

- Salam

- Salam, responden al unísono los miembros de un grupo que caliente las manos en las llamas.

Uno se levanta y muestra su brazo. «Mira – dice Rudolf, un joven que jugaba al fútbol en Costa de Marfil y viene a buscar una oportunidad – nuestra piel. Está sucia. ¿Crees que parecemos personas?. Aquí no tenemos agua, ni jabón, no tenemos nada. Hemos perdido la dignidad por un sueño, pero no hemos dejado atrás la esperanza. Nuestra ropa está rota, hace frío y, a veces, lo único que tenemos para proteger nuestros pies son unos calcetines raídos que colocamos bajo las chanclas». Sus palabras llevan a escanear el campamento con la mirada. A detenerse en lo que hace cada grupo. En ver cómo es el día a día en un monte en el que algunos llevan años. «Llevo aquí dos años, he intentado cruzar varias veces, pero me ha cogido la Guardia Civil española y me han devuelto a Marruecos. No voy ahora a dejar de saltar ahora, lo intentaré una y otra vez hasta que lo logre», dice Mustafa, un profesor que, según cuenta, dejó su país porque «tenía problemas con la familia». Ahora aguarda a que vuelva a tocarle el turno. Espera el momento justo en el que alguien le avise de que puede volver a intentarlo.

Comiendo raspas

Otro grupo de los que está en el campamento observa cómo se va haciendo un guiso rojizo en una pequeña olla de metal destartalada por los golpes. Uno de ellos coge una cuchara, la mete dentro y muestra el contenido. «Quieres probar – pregunta en francés – . Es pollo». Pero en realidad son huesos, raspas para engañar el hambre. «Comemos lo que podemos, bajamos hasta cerca de los pueblos para coger lo que tiran los marroquíes a la basura», explica ese cocinero de Costa de Marfil. Porque esa es la parte del bosque en las que los costamarfileños han instalado sus tiendas.

El monte está repartido por países. Aunque ahora se mueven más que antes. Tienen que esconderse de la policía marroquí. A veces vienen y les destrozan las tiendas. A los mejane – los guardia fronterizos – parece que tampoco les gusta que las oenegés les suban mantas o plásticos. Dicen que están fomentando el asentamiento de ilegales en el bosque. Entonces les dejan comida en bolsas colgadas en los árboles de la ladera.

El campamento mira a Melilla. «Cada atardecer vengo aquí y miro a Melilla. Miro a España y lloro porque cuando estas aquí, durante el viaje, hay muchas cosas que te dan vueltas en la cabeza. Esto es como una gran puerta y cuando la cruce sé que la vida va a empezar de nuevo», explica Rudolf. Aún no ha tratado de saltar a Melilla. Solo lleva en el monte Gurugú tres meses, la cuarta parte de los que lleva Youattra, un electricista que llegó a finales del 2012. Huyó de su país porque su padre murió e intentaron matarlo para quitarle la casa. El viaje fue duro, muy duro. «Estuve un mes en un hospital de Rabat recuperándome de las heridas que me provocó un agente marroquí en una redada», cuenta. Pero eso no le ha detenido. E igual que Rudolf, cada noche, observa el atardecer mirando a Melilla.

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