Córdoba / UNA RAYA EN EL AGUA

CIERRA LA MURALLA

Frente a la emocionalidad humanitaria y la ética indolora, la política de inmigración obliga a una antipatía reñida con los buenos sentimientos

ABC, IGNACIO CAMACHO, 07-03-2014

LA política de inmigración tiene un problema esencial: está reñida con los buenos sentimientos. En una sociedad de emocionalidad creciente chirría el ceño fruncido de los Estados. Vivimos en la civilización del sentimentalismo humanitario, el buenrollismo, la ética indolora, y ante ese espíritu de filantropía universalista tienen muy mala prensa las fronteras con su siniestra escenografía de alambradas, perros de presa y vigilantes armados. Los sociólogos nihilistas, que son unos cenizos, sostienen que en la opinión pública triunfa la generosidad solidaria por egoísmo moral, es decir, porque cada sujeto se siente mejor cuando se construye un relato altruista de sí mismo, pero a ese campo de la compasión no se le pueden poner puertas. Son tiempos de empatía, de pacifismo, de retóricas afectivas, de pensamiento positivo, de gurús del intimismo biempensante, de espiritualidad romántica. Tiempos de Moccia, de Paulo Coelho y de abre la muralla.

En ese contexto no hay Gobierno que pueda ganar la batalla de los marcos mentales. Negros pobres hambrientos desarmados siempre generarán más simpatía que guardias blancos con cascos y fusiles de bocacha. El estereotipo ha alcanzado a esa comisaria sueca que enfoca el conflicto de Melilla con las anteojeras del tópico lorquiano: tricornios a palos con minorías étnicas. Y una izquierda de flower power, que soslaya por conveniencia el papel infame de las mafias y su macabro tráfico de personas, aprovecha el error –impresentable– de los pelotazos de goma en el Tarajal para abrir una crisis migratoria. El resultado de esta mistificación emocional es un concurso de saltos fronterizos ante una Guardia Civil desmotivada. Y un problemón mayúsculo en la puerta de entrada de la UE. Pero si Europa no es capaz de defender una Crimea ocupada manu militari por los rusos poco se puede esperar de ella ante un asalto de africanos descalzos.

Así que hemos de saber que España está sola ante la presión de las vallas. Y hay dos soluciones: abrirlas de par en par, dejar que los deshererados pasen en masa y que el lío subsiguiente provoque en la conciencia nacional un revulsivo dramático o aplicar el antipático manual de restricción de entrada y defender el cumplimiento de la ley con el uso proporcional y reglamentario de la fuerza. En realidad es una disyuntiva falsa; no cabe más que la segunda opción por poco grata que sea. Y siempre resultará insuficiente porque un principio elemental de la política de fronteras reza que éstas no son jamás por completo impermeables y hay que contar con que de todos modos se va a colar una cantidad significativa de gente. La función principal de los cuerpos de seguridad no es tanto la de contener como la de disuadir, y es ese cometido de desalentar a los asaltantes el que ha quedado entredicho con una polémica política que ha enviado al otro lado de la cerca señales inequívocas de debilidad y desánimo. Pero toca firmeza, guste o no; el ejercicio del poder implica una responsabilidad que es independiente del agradecimiento. Y del populismo.

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