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"De aquí a un mes estoy en España"
Lo ha intentado 10 veces, pero está convencido de que la próxima es la definitiva. «Es hora de saltar la valla», dice Abou, uno de los inmigrantes que acampan frente a la frontera de Melilla
Diario Sur, , 24-02-2014Su compañero lo llamó para despertarlo. «Abou, es la hora. Hoy vamos a saltar». El pulso se le aceleró y notó el corazón golpeando contra su pecho. Se levantó de un salto, se lavó la cara y buscó sus viejos zapatos. Dos años y cuatro mil kilómetros después, había llegado el momento. «Te pones muy contento porque es el día que vas a abandonar África», dice. Del campamento de Petit Bamako (pequeño Bamako, la capital de Mali) en el monte Gurugú a la frontera entre España y Marruecos hay una caminata de cinco horas y un minuto. «No cogemos el camino más recto –apenas hay seis kilómetros hasta la valla–; damos un gran rodeo para despistar a la policía marroquí», cuenta Abou Deseigne (28 años), que ha hecho la ruta diez veces, la última hace una semana, y las diez ha tenido que volver sobre sus pasos. «Somos como soldados. Formamos una hilera de 200 hombres. Caminamos y corremos sin parar hasta que llegamos a la barrera (así se refiere él a la valla). Tenemos jefes que nos van guiando y nos dicen cuál es el mejor momento para saltar».
A 300 metros de la frontera, el grupo se reúne y el líder les da las últimas instrucciones. «Nos dice que ha llegado el momento y que, aunque haya policía, nosotros somos 200 y sólo podrán coger a unos pocos. Pero no luchamos. Si te enfrentas a los agentes es peor». En el último tramo no hay organización. Es un sprint por una vida mejor, y un último salto para dejar atrás la «miseria». El tacto del sueño que anhelaba alcanzar cuando abandonó Mali no es el que esperaba. La valla, cinco horas y un minuto después, es alambrada y concertina, focos, gritos en la oscuridad y ladridos de perros. Confusión. «¿Cómo se les ocurre poner cuchillas? Nos cogen, nos pegan y nos devuelven a Marruecos. ¿Dónde están los derechos de los hombres?», se pregunta Abou, que tiene repartidas entre las manos, las piernas y la cabeza las huellas de cada uno de sus saltos. «No tenemos miedo ni de la Guardia Civil ni de la policía marroquí. El miedo es quedarte en este infierno».
El «infierno» es el Gurugú, una montaña de 890 metros de altitud que corona la sierra de Nador y que se ha convertido en la torre de Babel de la inmigración. También la última escala de un largo viaje. En sus laderas acampan jóvenes procedentes de todos los rincones del África subsahariana, agrupados por nacionalidades (hay hasta 15 grupos diferentes), esperando una oportunidad para pasar al otro lado.
Abou llegó al monte el 12 de septiembre de 2013 tras cruzar la frontera entre Argelina y Marruecos y se instaló en el campamento de Petit Bamako, donde malvive con unos 200 compatriotas. «Aquí no hay vida. Dormimos en el suelo, a la intemperie, llueva o haga frío. No hay comida. Tenemos que cazar para alimentarnos, bajar al pueblo para buscar en los contenedores o ir puerta por puerta para que nos den algo. No somos vagabundos ni criminales. Sólo queremos una vida, y esto no lo es», repite el joven de 28 años, que es francófono y titulado universitario en filología inglesa. Los fines de semana, vecinos de Melilla y Nador se acercan al Gurugú, dejan bolsas llenas de comida o medicamentos en el suelo, y se marchan antes de que los sorprendan los mejani (cuerpo auxiliar marroquí). «Los subsaharianos bajan después para recoger las bolsas», afirma Abdeslman, un comerciante melillense que, cuando cruza la frontera, suele gastar cinco euros en comprar un saco de barras de pan que deposita en la falda del monte.
El Gurugú es como un «campamento militar», dice Abou, tomado por un ejército no regular con un único objetivo. Es, no obstante, una lucha tremendamente desigual. El lenguaje en torno al asunto de la valla es bélico; se habla de asaltos y avalanchas. «A 200 metros de la frontera hay un estado de guerra», afirma José Palazón, un diplomado en Empresariales sin ambiciones en los bolsillos que fundó la Asociación Pro Derechos de la Infancia (Prodein) en Melilla, que se ha caracterizado por su labor de denuncia de las «violentas» políticas de control de la inmigración de España y Marruecos. «Vivimos en una Europa cada vez más cerrada y fascista. En África, un subsahariano no es nada. En Europa, por contagio, empieza a no serlo».
Y, como en todas las guerras, hay víctimas. La ONG que preside Palazón ha contabilizado desde 2005 más de 40 muertos en las fronteras de las ciudades autónomas, «aunque del lado marroquí ni se sabe la cifra», matiza. Las últimas, los 15 inmigrantes que perecieron ahogados el pasado día 6 en la playa del Tarajal al intentar entrar en Ceuta. En el caso de Melilla, las estadísticas oficiales reflejan un solo fallecido, según el presidente de la ciudad autónoma, Juan José Imbroda. «En Marruecos ha habido alguno más. Los propios subsaharianos han traído después el cadáver a Melilla». Y apunta otro dato: «En los dos últimos años, 100 guardias civiles han resultado heridos de mayor o menor gravedad en distintas intervenciones en la valla. Algunos inmigrantes entran agrediéndoles con palos y piedras». Un agente de la Benemérita destinado en Melilla asegura que las avalanchas a veces son violentas y que él mismo ha recibido mordiscos en las manos y en los brazos. Ahora, dice, no sabe cómo actuar. «Necesitamos un protocolo que indique cómo tenemos que proceder en cada caso», pide un miembro de la Asociación Unificada de la Guardia Civil (AUGC). El delegado del Gobierno en Melilla, Abdelmalik El Barkani, lo considera innecesario: «Los agentes tienen que actuar con profesionalidad y con arreglo a las leyes. Yo no les puedo dar directrices, no soy guardia civil». La única «recomendación» –no escrita– que ha hecho el Ministerio del Interior es que no utilicen material antidisturbios contra los inmigrantes. «¿Y con qué frenamos ahora una avalancha de mil personas?», se queja un policía que recorre el perímetro de la valla. «Yo lo tengo claro: me cruzo de brazos. Presencia y asistencia, nada más». Imbroda lo decía públicamente hace unos días: «Si la Guardia Civil no puede actuar, pongamos azafatas en las fronteras como comité de recibimiento».
Seis metros de valla
La famosa «barrera» a la que se refiere Abou es una triple valla metálica de 12 kilómetros de longitud que recorre Melilla como una fea cicatriz. Está dividida en 79 tramos y vigilada por 300 agentes de la Guardia Civil, repartidos en tres turnos. La primera verja en el lado marroquí tiene 6 metros de altura y, en algunas partes, está poblada en los extremos por la criticada concertina. Entre la primera y la segunda, que tiene dos metros menos, está la sirga, una trama de acero anudado de la que es imposible salir. La tercera es otra pared de alambre de seis metros. En la valla hay cuatro pasos fronterizos: Beni Enzar, que es el principal; Barrio Chino, donde cada mañana, cuatro días a la semana, miles de porteadores marroquíes cargan en sus espaldas fardos de 80 kilos con mercancía nueva y usada procedente de la Península; Farhana; y Mariguari, que se creó para facilitar el tránsito de estudiante del colegio hispano-marroquí. En los tres últimos es donde se concentra la mayoría de los saltos. La zona más cercana al Gurugú.
Palazón conoce bien el monte. Lo ha recorrido y ha fotografiado en muchas ocasiones los campamentos de subsaharianos que en él habitan para enseñarle al mundo las «vergüenzas» de la frontera. Pese a las estadísticas oficiales, que estiman entre 1.500 y 2.000 los inmigrantes que se refugian en el Gurugú, él cree que apenas hay 600, porque «sencillamente no caben más», dice. Aunque desconfía de las cifras que están apareciendo estos días, asegura que ese campamento no es la única «bolsa» de inmigrantes en suelo marroquí. Hay asentamientos con cientos de personas en Selouane, Segangan, Casiago y en los bosques del Norte. Y sobre todo en Uchda, donde se calcula que puede haber más de 8.000 personas acampadas junto a las facultades universitarias. A los subsaharianos hay que sumar un millar de refugiados sirios que llaman a las puertas de Europa desde Nador, donde se alojan en pensiones o pequeños pisos de alquiler. Ellos no saltan la valla ni piden asilo político, porque eso les obligaría a pasar tres años en España, explica Palazón. Su destino, en realidad, es el norte de Europa. «Utilizan pasaportes falsos que compran a ciudadanos marroquíes para cruzar el control. Por sus rasgos físicos, es difícil detectarlos», asegura un policía destinado en uno de los pasos fronterizos de Melilla.
Marruecos se ha convertido en el embudo de Europa. «Los tienen como en una nevera, una especie de reserva. ¿Tú crees que si quisieran iban a estar ahí? Con que 3.000 soldados marroquíes dieran una sola batida, no quedaba ni uno», sostiene el fundador de Prodein. Para él, en la permisividad del reino alauita se esconde un interés por tener mayor presencia en la UE. En esa partida, que se disputa muy lejos del Gurugú, Marruecos estaría jugando la carta de la inmigración.
El presidente de Melilla pone el dardo en otra diana. «Igual que en 2005 fui muy crítico con la actitud de Marruecos, ahora tengo que decir que está colaborando bastante. La UE se tiene implicar mucho más en combatir las mafias, que son las que en realidad están detrás de todo este fenómeno», recalca Imbroda. El delegado del Gobierno español considera que el flujo migratorio está más en manos de las organizaciones que trafican con seres humanos que en las de los estados miembros. Para el presidente de Prodein, las principales mafias son los gobiernos español y marroquí, que pasan «ilegalmente» gente de un lado a otro de la frontera. «Los africanos se mueven porque se mueren. Las mafias a las que se refieren son intermediarios que se ganan cuatro duros llevándolos de un país a otro. Nosotros también lo hacemos y lo llamamos agencia de viajes».
Si Marruecos es el embudo, Ceuta y Melilla son el cuello de la botella. Las dos ciudades autónomas reciben cada año alrededor de unos cinco mil subsaharianos. Aparte de la presión social, está la de los medios. «No queremos estar en el ojo del huracán. Melilla es mucho más que una valla», protesta Imbroda. Sus habitantes, acostumbrados a despertarse con el sonido del helicóptero o las sirenas de la Guardia Civil, conviven con relativa normalidad con la situación.
Los inmigrantes que logran entrar en la ciudad tras saltar la barrera y evitar las ‘expulsiones en caliente’ –que no son otra cosa que la devolución inmediata sin el procedimiento al que obliga la Ley de Extranjería– acaban en el Centro de Estancia Temporal de Extranjeros (CETI), donde suelen permanecer, de media, unos seis meses. A partir de ahí, corren una suerte muy distinta en función de los acuerdos existentes con sus países de origen. «En la mayoría de los casos desconocemos su identidad real, porque mienten para no ser expulsados», comenta Carlos Montero, militar en excedencia y director del CETI de Melilla, que actualmente acoge a un millar de inmigrantes, pese a tener 480 plazas. Hay 500 ciudadanos de Mali, 190 de Guinea Conakry y 145 sirios. La media de edad es de 21 a 23 años.
Última avalancha
En la última avalancha, la del pasado lunes, las costuras del CITE cedieron. Por dentro y por fuera. Los 150 africanos que lograron saltar la valla derribaron –literalmente– la puerta de entrada. El Ejército acudió en auxilio del centro e instaló cuatro tiendas modulares para acoger la última oleada. «El CITE está al borde del colapso. Los trabajadores sociales están desbordados, y la lista de espera para aprender español (tiene cuatro profesores, con 25 alumnos por clase) es de dos meses», aclara Montero. Y el efecto llamada ha multiplicado la posibilidad de nuevas avalanchas masivas. Al otro lado de la frontera se ha extendido la creencia de que es el momento de saltar. Tanto es así que el Gobierno ha activado un plan de emergencia que permitiría acoger a otro millar de personas en el CETI. O mejor dicho, en la puerta del mismo. «Si pasamos de 1.400, habilitaríamos tiendas de campaña en la explanada, con lo que podríamos llegar hasta 2.000. Si se supera esta cifra, habría que ocupar acuartelamientos vacíos del Ejército», detalla el responsable del centro.
Abou ha estado muy cerca del CETI. Casi ha podido tocarlo con las manos. Una de las últimas veces que lo intentó, el pasado 21 de diciembre, llegó a saltar las tres verjas metálicas y pisó suelo español, según asegura. «Pero la Guardia Civil me cogió y me devolvió a Marruecos. Ves cómo tus amigos siguen adelante y tú vas a tener que regresar a África. Ese momento fue muy duro. Es inexplicable», recuerda el joven malí. Aun así, volverá a intentarlo. Cinco horas –la ruta del Gurugú– y un minuto –es el tiempo que invierte en escalar la triple valla– lo separan de su sueño. «He hecho miles de kilómetros para esto y no detendré hasta conseguirlo. Es el momento de saltar. De aquí a final de mes, estaré en España».
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